Por televisión nos llegan estos días imágenes de gente que camina entre los escombros y las ruinas con paso indeciso y gesto apesadumbrado, arrastrando una pequeña maleta con sus cosas. Supongo que las ruedas desmembradas por traquetreo y el suelo lleno de cascotes hacen difícil la tarea. Pero huir es la tarea de hoy, la que para ellos ahora mismo es necesaria. Es inevitable pensar en empezar otra vida y para eso lo urgente es, perdida la casa, salvar un poco siquiera de lo que hasta ayer guardaba en ella. Ahí dentro de la maleta tampoco cabe mucho: algunos documentos, los recuerdos más queridos y un poco de ropa. No es un mundo y, si lo es, es todo lo quedará de ese mundo que a cada paso deja atrás. En todo caso, se trata de seguir siendo alguien en algún posible futuro, y a poder ser de seguir siendo el mismo, allá donde la suerte le lleve. Una protección esta de la identidad bastante escasa, sólo aparente, una salvaguarda de papel. La protección efectiva llega más bien por la dimensión del drama, por el enorme número de los que siguen su misma ruta, que no es otra que la ruta del destierro, un destino siempre involuntario, siempre traumático, siempre injusto.
En las imágenes es casi siempre una mujer o dos las que tiran de su maleta y no es raro que agarrados a su otra mano aparezcan uno o varios niños. Detrás suele marchar con mayor dificultad una anciana que parece andar aterida de frío y hundida en oscuros presagios. Es complicado reconocer en una salida forzada como ésta algún futuro. Seguramente está muy lejos del futuro que alguna vez imaginó, un futuro en su casa, en compañía de los suyos y al calor del hogar. Para los niños el mundo puede que sea grande y ancho todavía, para ella es sobre todo motivo de cansancio, un espacio cada vez más doloroso y diminuto. A su alrededor el espectáculo que ofrece es desolador. Sería bueno incluso pensar que todas sus penas quedan atrás, pero no, ahí se quedan también los resistentes y los impedidos, muchos de ellos cercanos, amigos y familiares, padres, mujeres y maridos. Todo eso queda clavado en la memoria y, aunque quien parte se resiste a creerlo, son los restos vivos de lo que hasta hace poco disfrutaba y pronto puede desaparecer. Intuye que nada de lo que tiene a la vista, plazas, calles y edificios, será ya visible y quedará arruinado y vacío, como si no fuera de nadie. Y así será hasta que vuelvan a remontar los muros y se recree ahí un nuevo espacio. Por desgracia, sin embargo, ese espacio nunca ya podrá ser su casa, la que abandonó. Aquella sólo persistirá en su recuerdo como una herida lacerante, abierta para siempre allá donde vaya, dondequiera que viva.
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