—Esto mío tiene que tener solución.
Evidentemente no se refería a su teorema, a menos que él mismo se considerara parte —qué menos entonces que el eje central o el principio básico— de una importante teoría, quizá la única realmente importante. Había que intentar hacer una clara distinción entre las condiciones que se daban. Las necesarias debía de incorporarlas a la definición que tenía hecha de sí mismo, siempre tan bien dispuesta y a punto. Pero nunca bastaba con eso, había condiciones pretendidamente suficientes que eran para él difíciles de alcanzar. Presentarse frente a un teorema y pasar todo eso a limpio podría desde luego ayudar a salir del atolladero. Lo que tenía en mente no podía considerarse una mera consecuencia; de ser algo sería el nudo gordiano, la clave de solución del problema. Para aliviar el enorme peso que debía de soportar su agotado espíritu y poner algún remedio a ese dolor interno que medraba en él, no bastaba con sentirse suficiente, había que tener audacia y tratar de conseguir lo que resultaba necesario. Eso es lo que le permitiría romper el cerrojo y ofrecer, una vez demostrado el teorema, una nueva versión de sí y una salida a otro mundo distinto, abstracto pero poblado por entes nuevos, o sea lo que en términos vulgares llamaríamos alcanzar una solución. Porque esa solución existía, de eso estaba seguro, en parte dentro de sí, en parte flotando a su alrededor. Si relacionaba ambas partes, lograría dar nuevo impulso a su vida, sólo un pequeño paso seguramente, de momento un argumento como para despreocuparse y no encerrarse a solas a rumiar con su problema. Para él redondear el teorema era eso: un modo de salir al exterior. Cuando lo explicaba a los demás, lo miraban con extrañeza, como si escucharan delirios estrambóticos, sentimientos más propios de un marciano. ¿Un teorema? ¿Dónde va a acabar éste? ¿Qué nos quiere demostrar? Ellos preferían vivir acomodados, conscientes en todo momento de lo que les contorneaba y limitaba, de lo que les separaba de ese entorno confuso y enigmático, de lo que les protegía frente a los problemas. Ellos no necesitaban enredarse en teoremas ni teorías, porque al parecer no tenían problemas. Se les veía bien enfundados en un yo seguro y sólido, impermeable a condiciones impertinentes, ajenos al curso de esa lógica que a él tanto le atormentaba. Desconocían lo que era sentir su cuerpo debatiéndose entre necesidades y posibles, alertándole de peligros y misterios aún muy lejanos, pero siempre presentes a través de ecos sordos, en voces susurrantes que llegaban hasta sus entrañas procedentes de un indefinido extrarradio. De esos lugares le llegaban algo parecido a flujos, se diría que aromas de flores varias y una borrosa imagen de paisajes plácidos que anunciaban paraísos concluyentes en los que su cuerpo seguro que encontraría por fin solución. Entre tanto sucedía, él se repetía una y otra vez: el dolor de costillas, tiene solución; el follón de la guerra, tiene solución; el azote de la pandemia, tiene solución; el mundo, así cogido en general, tiene solución. Al final tendía a pensar que todo era cuestión de asomarse al otro lado y darle la vuelta a lo que parecía indiscutible, a la lógica. En él todo cuadraría, como en esas teorías escuetas y elegantes habitadas por entes diligentes y conformes, y todo quedaría además envuelto en fragancias sublimes y abierto a horizontes impensables. Pero aquí nadie creería en un teorema adornado por bonitas cenefas sobre anchos crepúsculos, en un cuerpo reconfortado por bálsamos milagrosos. No veía claro cómo explicar a esa gente un álgebra sin condiciones, llena de olores y colores, así que a todos ellos mejor sería no contárselo.
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