El codiciado minuto de gloria parece ser ya un derecho universal, aunque para disfrutarlo debamos dedicarle todo nuestro esfuerzo. Bueno, todo nuestro esfuerzo y algo más. Hoy en día, para ganar derechos ya nadie asalta y derriba barreras, y para éste en particular sólo es necesario identificarse ante la autoridad. Del buen porte de uno, de su vistosa distinción, de sus excepcionales cualidades depende que se le conceda carta pública que acredite su diferencia. Será a continuación, como diferente reconocido, cuando se le ceda el paso a ese lugar al que apuntan todos los focos. Debería de ser uno consciente, no obstante, de que de todo ello quedará registro: ningún rasgo, tendencia, defecto o manía se pasará por alto; todo, hasta lo más íntimo e inconfesable, será archivado y tomado como parte intrínseca de nuestra singularidad. Puesto que de singularidad se trata, de que sólo ella puede encumbrarnos y hacernos vivir alguna gloria efímera. Será a costa de nuestra intimidad, pues, como nos pondremos a salvo de la vulgaridad.
Desde luego esta inversión entre fama e intimidad no es nueva. Sobre cómo se ve actualmente, en tiempos de redes y de generalizado control administrativo, podría servir lo que J. Gray señala en su ensayo El alma de las marionetas: «Cualquiera puede alcanzar una fama momentánea, pero hoy en día quince minutos de anonimato se han convertido en un sueño imposible para casi todo el mundo»
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