Puede que ni siquiera intente atraer a quienes le rondan y que para ellos su propio curso sea rutina uniforme, claudicación constante, movimiento ciego. De hecho, todos parecen resignados a girar menos él, que desde el centro, con su diminuto ojo, siempre omnipresente y polifacético, parece dejarlos ir a su aire mientras a distancia los controla. Él sabe que en el círculo la distancia es determinante, que fijarla confiere autoridad, que de reojo todos siguen pendientes de él. Es verdad que a algunos les asombra su serena quietud, quizá porque les sirve de referencia, les inspira protección o les sosiega el ánimo; otros, sin embargo, distan, en la medida fijada y permitida desde el centro, de disfrutar con semejante vigilancia. Al tanto de unos y otros, situado en medio de todo y de todos, sigue en todo momento él, para el que no cabe enfoque ni perspectiva sino una visión general y una presencia ubicua; en ningún caso un intento de proximidad, que pronto sería agonía. No obstante, debería él saber que la de dominio no es una posición sencilla, sino una posición que a duras penas llega a ser dominada y que, si perdura, acaba en terca condena, porque quien impone la distancia como distintivo de su rango en público y pretende convertirla en un valor, creyendo que la estima social es susceptible de medirse con el radio del círculo, con el tiempo se ve obligado a aceptar la soledad como triste condición de vida. Eso aunque sea el centro y aunque el mundo entero gire a su alrededor, porque en esa lejanía dominante se puede sentir singular, si bien en el fondo acaba reconociéndose insignificante.
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