Las maravillas sólo son bien recibidas por quienes tienen previamente cierta propensión al encantamiento, entre los demás son percibidas como episodios engañosos, ilógicos, inconvenientes. Para los refractarios viene a ser el maravillado un perfecto palurdo, un tipo abonado a la ingenuidad y en extremo crédulo. Su escepticismo se ha ido instalando por la rentabilidad que siempre ha supuesto hacer abstracción de la realidad mediante la traducción a términos estrictos de todo lo que vemos. Esa tarea se complica, sin embargo, ante lo imaginario, pues los términos, habitualmente descriptivos, no acaban ahí de encajar. Por eso salen al rescate de esos mundos las palabras, que son capaces de evocar fantasías mediante una flota de voces que, aunque ambiguas, son también lo bastante envolventes como para copar las incertidumbres. Si vamos al caso de las maravillas, vemos que no bastan para dar cuenta de ellas los términos precisos y bien definidos y que es impropio intentar representarlas visualmente con trazos esquemáticos. Cualquier maravilla obliga a imaginar formas nuevas, a moverse entre imágenes verbales, a trasladarse mediante metáforas sugerentes, a recurrir a símbolos polifacéticos. Ahora bien, todo eso únicamente es posible a costa de los hechos, que en ese intento dejan de ser razonables y verificables para poder ser vagamente descritos y pasar así por verosímiles, siempre en su contexto.
Nos sobrevuela y envuelve siempre toda esa flota de voces, pero parece obligado hacer en ella la vieja distinción que Leopardi restablecía en su Zibaldone entre las palabras y los términos. Creo, no obstante, que la distinción tiene un carácter más general del que él le atribuye al significarla en un idioma concreto. Y así leemos en un apunte del 26 de junio de 1821: «Dije que la lengua francesa (y me refiero a la de la literatura y la poesía) está corrompida por la profusión de términos, es decir, voces de sentido desnudo y seco, porque ahora se compone de todos los términos, abandonando y olvidando las palabras: que nunca debemos olvidar ni perder ni rendirnos, porque perderíamos la literatura y la poesía, reduciendo todo tipo de escritura al género matemático» (.
Teniendo esto en cuenta, el tremendo esfuerzo por asimilar las palabras a meros términos y éstos a entradas o voces de un diccionario, sólo conduce a que lo propuesto en sus páginas como sucesivas e incontestables definiciones deba ser visto como una ilusión mayúscula. Vayamos a un caso. La RAE define, por ejemplo, la voz oscuridad mediante varias acepciones entre las que prima por encima de todas la «falta de luz». Por su parte la voz luz se multiplica hasta en quince acepciones, lo que demuestra de algún modo la dificultad, si no la imposibilidad, de encontrar para la luz una definición precisa. Hablar de ella como de algo inequívoco parece, por tanto, ilusorio. Estamos ante una palabra, luz, que no acaba de fijar ningún discurso, inútil a la hora de ofrecer una explicación completa, pero capaz, sin embargo, de matizar, dar color e incluso un giro radical al sentido del discurso. Podríamos decir que la aportación de luz a un discurso tiene un efecto imaginario que, buscando crear ilusión y maravillar, a veces hasta lo consigue. No tenemos más que recordar el «hágase la luz» bíblico, un dictado que es aceptado por unos como una maravilla dogmática, mientras que otros lo han acabado reduciendo prácticamente a una expresión coloquial, incluso irónica. Esta disparidad muestra a las claras que donde unos reciben la luz como un don maravilloso y salvífico otros encuentran un poderoso medio de conocimiento.
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