sábado, 30 de abril de 2022

El círculo

Si el punto de llegada se asemeja sospechosamente al de partida, tendrás que empezar a pensar que no has ido a ninguna parte.

viernes, 29 de abril de 2022

El valor de la mentira

De las fuentes sólo mana agua, en el corazón sólo encuentra sobrado impulso la sangre y desde el cielo sólo nos llegan como un flagelo, los rayos y la lluvia. Lo demás son ganas de hacer metáforas, de cubrir con pedrería rica las miserias evidentes, carne toda demasiado vista, en un intento de disimular una fachada tan infame como reseca. Podemos entrar con ellas en intrigas imaginativas, ampliar el gesto de la pluma hasta que el engaño parezca un fenómeno: llega la literatura encantadora. Y por qué no. Quién dice que no podremos, si somos lo bastante diestros, inventar fuentes de plata, adentrarnos en el corazón de las tinieblas y revestir los cielos con delicado manto púrpura. Ahora bien, si un día nos da por volver a la verdad, también puede que nos sintamos más siniestros que diestros al ver que de esa fuente esperanzadora nunca mana nada, que en ese corazón tan oscuro no caben los latidos y que en esos cielos opacos la luz queda tristemente presa.

jueves, 28 de abril de 2022

A quién te debes

«Hago lo que debo, no lo que a ti te debo sino lo que a mí mismo me debo, pues al hacer cuentas ante todos demuestro que nunca por pequeño seré tu deudor, que quiero ser ante todo mi propio dueño.» 
Frases como ésta se lanzan al aire en rima consonante, engordando el énfasis y agigantando ligeramente la figura, un poco a cara de perro literato, para impresionar al de enfrente cuando éste sostiene ante uno,  sonriente y muy crecido, la brújula, la batuta o incluso la correa. De la convicción demostrada penden la dignidad que se siente y la libertad a la que se aspira. Sin duda. Pero esa convicción y las consiguientes proclamas —valga como ejemplo la de arriba— crecen a veces ajenas a la realidad. La ilusión de ser uno mismo, sin deudas, cargas o hipotecas, nos lleva a coquetear con la impostura y obliga a entrar en un mundo teatral en el que no siempre uno está cómodo. Palabras mayores serían instalarse a vivir en él, pretendiendo ser lo que definitivamente uno no es, por ejemplo libre, pero eso es al final una sensación y queda ya para cada cual digerirla a su manera. Ante los demás, tampoco hay razón para que uno se acepte sometido, es cuestión más bien de conocerse y de reconocer la medida de la propia convicción, así como lo que estaría dispuesto a aguantar para mantenerla viva. Normalmente los golpes no se reciben de esa figura prepotente, con cuya escala uno en un principio cree medirse, sino de la propia realidad, de la más cercana, poblada de gregarios ruines, de gente conforme de seguir bajo su yugo colectivo. A quien se proclama libre puede que aquel de arriba lo ignore o, si lo conoce, puede que no lo soporte o incluso que lo persiga, pero lo que es más seguro y decepcionante es que sean sus próximos los que no le crean y los que, al escuchar ese gallardo desplante sobre el ser y el deber, simplemente se rían.

martes, 26 de abril de 2022

Gritos en el discurso

Gritas y sientes como que algo por dentro se te endurece. No digo ya la garganta o el cuello, porque no estoy hablando de anatomía. Lo que se endurece en realidad es la mente. A voz en grito, pronto se muestra atascada y poco favorable a pensar. Así pues, si necesitas gritar a quien tienes delante, empieza a sospechar que tienes un incipiente problema y realmente poco que decir. Por aclarar, hablo ahí del grito del enajenado, no de un grito de alerta. Que no es cuestión de confundir el grito salvador con uno amenazador, si bien podría haber algún motivo para la duda, ya que ambos vienen a ser de advertencia. Y por lo mismo no habrá que confundir intimidar a alguien con señalar lo temible. La diferencia ahí es incluso más obvia: en el primer caso, de lo temible es quien grita poseedor, mientras que en el segundo es temeroso observador. Desde este lado, desde donde se oyen, los gritos asustan e invitan a poner distancia y refugiarse en busca de cierta seguridad. No digo que el grito no pueda deberse a la urgencia, pero abundan los casos, y son preocupantes, en que se adivina un abandono de la palabra, en que se hace tabla rasa del lenguaje. Hay, no obstante, algunos también en que el grito aúna ambos aspectos y a la urgencia se le suma la brevedad. Notarás que en estos  el tono del mensaje se eleva quizá para no pasar desapercibido. Es lo típico en una orden. La orden es de obligado cumplimiento y nunca motivo de reflexión, y debe ser además perentoria y de inequívoca interpretación. A quienes dan órdenes, el grito les parece lo más indicado para que llegue clara y enérgica su demanda. No reparan, sin embargo, que eso irrita sobremanera a quienes por inferiores deben obedecer nada más oír. Ese sería un primer ejemplo de conflicto, pero hay más. Por ejemplo, no parece muy claro, ni siquiera efectivo, lo del orador que en ciertas fases de su discurso intenta sobrecargarlo de énfasis y tornarlo flamígero a base de lanzar grandes gritos. No es que le mueva siempre un afán de llegar o de sorprender a la multitud, porque tampoco lo hace de otro modo ante un público reducido. Creen simplemente que el grito les asegura más éxito. Y no digo que no lo consigan entre algunos de quienes les escuchan y en ocasiones también entre muchos. Es bastante fácil que, al confundir el énfasis con la alerta, el público se le muestre al orador enfervorecido y que se sienta llamado al orden que proclama. Pero, además de ese público, seguro que hay otro al que el griterío y las salidas de tono extrañan, por entender que con los gritos se acaba cualquier discurso. Con ese tono encendido y ese énfasis sobreactuado, temen que se les solicite una adhesión incondicional y se les inste a entregarse a un credo inequívoco. Por eso es natural que quien pacientemente espera que tras el discurso llegue alguna conclusión, se sienta con esas voces estentóreas del todo defraudado y abandone de inmediato la reunión.

lunes, 25 de abril de 2022

La dura ascensión

—Recuerda, ascender es mérito y esfuerzo.
—¿Y si una vez arriba va y me entra la risa?
—Pues imagínatelos abajo a todos muertos.
—Sí, tendré que hacerlo si pretenden subir.

domingo, 24 de abril de 2022

Dar

Al que da a todos por igual todos le reconocen su generosidad, al que da a cada cual según sus necesidades se le recrimina por intentar hacer justicia. Imbuida de cinismo dice la autoridad: Si conformar a todos es motivo de gratitud segura, ¿por qué arriesgarse a interpretar sus vidas?

sábado, 23 de abril de 2022

Andante

La obra de Barrière no es muy amplia, cuatro libros de sonatas para violoncello y bajo continuo, otro para el sorprendente pardessus de viola y otro más para clavicordio. Barrière representa el tránsito en Francia de la viola de gamba, que había sido el instrumento de cuerda hegemónico con figuras señeras como Monsieur de Saint-Colombe o Marin Marais, al violoncello con el que en Italia se practicaba desde el siglo XVII. Imagino que allí, no sé bien si por la aparición del estilo concertado, se fraguó un desdoblamiento tonal que aconsejaba en el caso de las cuerdas dos instrumentos distintos, el violín y el violoncello. En todo caso, la sustitución de la prestigiosa viola por éste último es un enigma que corresponde desentrañar a los musicólogos. Sabemos, por ejemplo, que Bach fue uno de los primeros que optó por darle al violoncello protagonismo solista. No podemos olvidar también que, antes de sus espléndidas Suites, Bach había compuesto tres sonatas para viola de gamba. Algunos alegan que la difusión y éxito del instrumento se debe a que el violoncello es más sencillo, quizá por tener menos cuerdas, y menos dado al exigente virtuosismo que imperaba en las composiciones para viola. Sin embargo, la variedad temática y la complejidad de las Suites demuestran, sin ir más lejos, que ese argumento es absolutamente infundado.
Conviene señalar que en el caso de Barrière hay de por medio una estancia en Italia, de donde puede que volviera convencido de las posibilidades que el nuevo instrumento ofrecía. El período de composición del libro IV es un poco posterior al tránsito al violoncello emprendido por Bach, aunque en esto todas las fechas parecen bien poco fiables. Lo que aquí traigo de Barrière es una de las sonatas de ese libro, la cuarta en concreto, escrita en tonalidad de Sol mayor. Su inicio es, como corresponde a la tonalidad, verdaderamente risueño y a la vez bastante sosegado. A la elegancia propia de la viola añade el violoncello cierta profundidad, dotando al sonido de nuevos matices que confieren a las cuerdas de este tramo tonal un carácter nuevo y distinto. En este andante, más que andar la melodía parece marchar al trote, un trote discreto que combina las notas largas con delicados arpegios. El virtuosismo que en su desarrollo se apunta llegará al paroxismo en el movimiento final, un allegro prestissimo endiablado. En su interpretación Bruno Cocset sabe estar en todo momento a la altura de las dificultades, resolviendo con elegancia sublime las retos que le vienen impuestos por la partitura.


Andante de la Sonata IV en Sol mayor, libro IV, Jean Barrière
Bruno Cocset, violoncello
Les Basses Réunies.

viernes, 22 de abril de 2022

En boca cerrada...

En tiempos tan dramáticos como los que actualmente corren, ponerse a discursear sobre las razones que podemos tener para abrir la boca en público, o para mantenerla cerrada, se tomará por entretenimiento frívolo y a quien lo practica directamente por idiota. Correré el riesgo, pues la cabeza no me da tregua y no paro de hacer conjeturas sobre este asunto tan trivial. Y cuando hablo de abrir la boca no me refiero, claro está, a esas sonrisas en las que apenas se dejan entrever furtivamente una o las dos hileras de dientes o a esas veces en  que se farfulla entreabriéndola o torpemente se babea, me refiero a una apertura nítida como la de quien abre con franqueza la puerta a su interior, tanto da si desciende al cuerpo como si se eleva hasta la mente. 
En lo relativo concretamente a la mente, lo digo por empezar por algo, parece evidente que la boca es puerto de salida de buena parte de lo que maquinamos y lanzamos después al exterior. La abrimos y damos con destreza curso modulado a nuestra voz para así transmitir los mensajes que bajan de nuestra tumultuosa cabeza y se nos agolpan buscando salida. En general, por esa vía los pensamientos suelen discurrir con fluidez, aunque llegan en ocasiones tan desbocados que se abren paso a base de gritos y alaridos, para aliviar a la mente del hartazgo al que llega a verse sometida. Para entenderlo mejor: la boca actúa ahí como una válvula de presión y, cuando por un momento se cierra, no tardan en observarse las funestas consecuencias. Poco a poco la tensión insostenible va esculpiendo el rostro del sujeto y asistimos de hecho a una metamorfosis que hace de él alguien irreconocible. Los ojos le resurgen saltones como inyectados en sangre, el ceño fruncido dibuja laberínticos y profundos vericuetos, las cercanas comisuras caen a plomo descarnando las mejillas y haciendo visible el rigor de los huesos, y hasta la barbilla se adelanta y le da un aspecto amenazante al encajar con firmeza ambas mandíbulas. Por fortuna, en medio de tanta agitación y malestar, propios en definitiva de las circunstancias, siempre contamos con la nariz como vía de urgencia para respirar, pero aun así atrapamos el aire con dificultad. Pronto comprobamos que la cuota que aspiramos no nos basta. A falta de inspiración que nos permita desplegar las alas y escapar del agobio, sólo le queda a nuestro cuerpo la oportunidad de agitarse y debatirse con una sensación de agonía. En ese apuro, lo sabemos, su atmósfera interior se va tornando tan viciada que le castiga finalmente el pecho impidiéndole tomar más aire y alcanzar un mínimo equilibrio. Evidentemente callar no es ahí solución, y más si se ejecuta a boca rigurosamente cerrada. 
De forma más sosegada actúan quienes callan por temor a hablar. En este grupo destacan sobre todo quienes se resisten a emitir su opinión. Opinar en público es mucho más que hablar y las consecuencias son por tanto mayores. Sin embargo, mantener los pensamientos almacenados a la espera de momento oportuno no es lo mejor, puede que no sea ni beneficioso. No tanto por lo que se les priva a los demás como por la sensación de que los pensamientos, al entrar en una periódica circularidad, acaban por ser tan dañinos como un taladro mental y generar un estado obsesivo de ansiedad. Algunos lo solucionan actuando con discreción, evitando los pronunciamientos generales y acotando su público. Aunque de poco vale si el mensaje resulta molesto y el poder se empeña en cerrarle la boca. No aparecerán los signos anteriores, pues nada nos impedirá respirar, pero aquello de batir alas y escapar se nos hará cada vez más urgente.
Frente a toda esta abundante legión de mudos estarían quienes padecen de incontinencia verbal. Aunque parezca lo contrario, no lo tienen estos mucho mejor. Con buen criterio, los demás suelen darles abundantes razones para mantenerse en silencio. Razones que desoyen aun a riesgo de perecer casi ahogados por su afición a los discursos interminables. Llegados a cierto punto, tampoco los pensamientos les sobreviven, ya que no se pueden expresar con claridad suficiente como para resultar inteligibles. Muchos creen ejercer su derecho a manifestar libremente su opinión, pero apenas son conscientes de que su opinión, aun siendo libre, es irrelevante y hasta cansina por quienes obligadamente le escuchan. Se sienten campeones del derecho cuando sólo son empecinados pelmas sin nada interesante que decir. Éste del discurso vacío, la clásica verborrea, es uno de los delirios más comunes y quizá el único que se experimenta despierto y donde aún se conserva un halo de lucidez. Después de todo, en cogiendo carrerilla, hilar palabras no es tan complicado como parece. Ahora bien, demostrar criterio en el discurso y, más aún, que éste resulte de utilidad es algo que está a otro nivel. Si lo previsible es que a nada de eso se va a llegar, ya tenemos una razón clara como para cerrar la boca y ahorrarles tiempo y molestias a los demás.
Al empezar por la mente y penar en las razones para no hablar, he dejado ver cuál es mi preocupación ante el silencio ocasional o perpetuo, forzado o voluntario; una preocupación no muy diferente, por otra parte, de la que puede tener cualquier humano actual. Pero si nos vamos a otros humanos más primitivos, podemos dejar a un lado la mente. Aun sin dejar apreciar la importancia de los aullidos y gruñidos, como tosca evidencia de lenguaje, reconoceremos que la boca, una vez abierta, tenía en ellos como misión principal la de comer algo que ayude a sobrevivir. Aquí la boca tiene un papel fundamental, tan imprescindible y filológico como el respirar. Esto lo vemos en los animales, particularmente en los mamíferos, tan similares en muchos aspectos a nosotros. Si lo miramos con cierto desapego, entenderemos que comer es en sí mismo y en cualquiera de las especies un espectáculo. En nuestro caso, la comida concede a la boca un protagonismo claro en la escena. No sólo se muestran los dientes con crudeza, si no que son dedicados a la terrible función para la que están preparados. Comemos con naturalidad, rasgando, salivando y masticando restos de otros animales, una función que bien mirado es repugnante. Cerrar la boca carece ahí de sentido, porque para seguir viviendo dependemos de poder mantenerla abierta. Abrirla con discreción, sin dar la sensación de que se está devorando una víctima, ni es sencillo ni nos disculpa. Un plato de lentejas no ofrece mayor problema, pero quien va despiezando y llevándose a la boca las patas o la cabeza de un animal puede que se plantee el acto de comerse unos a otros como una monstruosidad. Ver ejecutar al comensal de enfrente en la mesa esta operación aparentemente convencional pone en evidencia la crueldad del espectáculo y deja incluso mal sabor de boca. Si ni siquiera sirve de disculpa el fino escrúpulo de una señorita a dentellear el trocito de carne ensartado en el tenedor, cuánto más será el horror cuando tenemos delante a alguien peleándose y tragando con zafias maneras una tremenda paletilla de cordero. No es de extrañar que entre ellas se haya extendido ese reflejo pudoroso de llevarse la mano a la boca nada más tomar el bocado. La idea de que el acto de comer tiene algo de agresivo e imperdonable nunca nos abandona del todo. En eso ellas nos van marcando el paso.

jueves, 21 de abril de 2022

Buscando un título

Paseos pensativos, ríos ociosos, 
avisos urgentes, horizontes ocultos,
espacios agotados, focos opacos,
sueños ruidosos, voces intrusas, 
rumores alados, cacerías sañudas,
fugas calmosas, armonías cautivas,
manos confusas, pianos dormidos,
puertos despiertos, mares rendidos, 
ciudades fieras, mensajes dóciles,
marejadas tensas, ideas tenaces,
vuelos ideales, paseos pensativos.

miércoles, 20 de abril de 2022

Meditación lunática

Victoria y derrota. Blanco y negro. Sol y luna. Placer y suplicio. Cielo e infierno. Positivo y negativo.
Los signos opuestos son dos y no hay forma de encontrar entre ambos signos intermedios. Para el humano uno representa una suerte de acogida cálida, el otro un frío desamparo. Si nadie nos protege, podemos suponer que estamos siendo abandonados: no cabe nada entre la acogida y el abandono. Ese es el punto de vista de cualquier niño. Por eso hace muy clara distinción entre ganar y perder. Para él se trata de seguir seguro o estar perdido. ¿Cómo enseñarles que, a no tardar, vivirán sintiéndose escasamente seguros y por momentos absolutamente perdidos? Sólo los juegos les ofrecen dos alternativas bien marcadas e inequívocas. El niño dirige de forma natural su mirada hacia la victoria donde presume disfrute y en la que no adivina caducidad, y desconfía de lo que queda a su espalda. El hecho de que su victoria suponga la derrota de un adversario, con frecuencia un prójimo bien conocido, podría enseñarle algo sobre la crueldad del juego, la vulnerabilidad de los jugadores y el fortuito giro de la suerte. Aceptar el disgusto, no digo ya el dolor, como algo normal puede parecer de algún modo como negarse uno mismo. El niño, que desde que nace siente que el tiempo está a su favor, se rebela contra el contratiempo. Pero, a medida que los contratiempos se multiplican, el niño aprende que, además de ineludibles, pueden ser significativos y quizá hasta provechosos. Es la experiencia la que en esto educa, pero no es fácil de transmitir lo que de positivo y rescatable puede haber siempre en lo negativo. Lo comentaba con enorme acierto y excelente estilo J. R. Ribeyro en una de sus Prosas apátridas:
«Lo difícil que es enseñarles a perder a los niños.[..] Pero con el tiempo llegan a comprender que también existe la derrota. Entonces su visión de la vida se ensancha, pero en el sentido de la sombra y el desamparo, como para aquel que, habiendo siempre dormido de sol a sol, despertara una vez a mitad de su sueño y se diera cuenta de que también existe la noche.»

martes, 19 de abril de 2022

No entrar en tonterías

Dicen que levantar el ánimo es tontería, despertar la lucidez es tontería, atender a la intuición es tontería, ceder a la emoción es tontería... Por lo visto, para no pasar por tontos mayúsculos, deberíamos volver al nivel de sensibilidad más elemental, al que traen de fábrica los autómatas, prescindiendo sistemáticamente de todas esas sensaciones no regladas y confusas.

lunes, 18 de abril de 2022

Acerca del error

Nunca está del todo claro lo que un error enseña. Más allá de recibir un inesperado y vergonzoso castigo nos devuelve a un terreno incierto donde creemos que el acierto aún permanece oculto. El recurso fácil es negar el sentido de marcha, que tras el error queda rechazado, para tomar justo el contrario. Pero, aunque eso nos asegure que no iremos a parar al mismo error, no nos libra de caer en uno nuevo. Con pensar que nos movemos en una línea, como entre dos polos, la negación de algo debería dar lugar a acierto tras ir a la exacta contraposición. Sin embargo, ésa es una fórmula abstracta y algo ilusoria. Normalmente negar significa más bien abrir horizontes y eso nos empuja a una nueva ya agotadora búsqueda de la solución acertada, la cual tampoco será necesariamente la óptima, si no es peor y se trata de un nuevo y más penoso error. Ante este oscuro panorama, aprender a detectar errores sería la mejor enseñanza, quizá la única posible. Sin embargo, tras reconocer nuestro error y desconfiar de lo contrario, acabamos con la impresión de que el terreno que se extiende ante nosotros es como un campo de minas. En ese punto, o sea aprendiendo detección de errores, tanto propios como ajenos, es donde solemos encontrarnos la mayoría de nosotros. Probablemente negar la detección de errores y pasar a la de aciertos parecería augurar más éxitos, pero tampoco asegura mucho. De entrada la detección de aciertos se nos antoja una enseñanza de un nivel bastante más elevado. Nos desenvolvemos ahí en una disciplina en la que uno se codea ya con astutos doctores. Menudea en ella el falso acierto —por aquello de no llamarlo error—, siempre con la mente puesta en la temible contradicción, un fallo que para cualquier pensador, al menos si es tenido por certero, supondría una caída degradante de imposible recuperación.

domingo, 17 de abril de 2022

Un erudito natural y el pedante oficial

Al primero la ocasión le sale al encuentro prácticamente en cualquier parte, mientras el segundo busca angustiado la imprescindible cita entre las notas de su escritorio o subido por la estanterías de las bibliotecas. El erudito no pasa gran apuro por confesar llanamente que algo no lo sabe y puede vivir tras haber sido condenado por declarar que tampoco le interesa. Eso es algo que jamás se permitirá ningún miembro oficial de la sabiduría, ordenado caballero pedante como buen conocedor de los entresijos culturales del mundillo. No digo que lo suyo no sea labor de intriga e investigación y, frente a eso, puede que hacerse erudito de a pie no sea tan complicado. Bien es verdad que para ello siempre hay que tener ciertas condiciones, pero más que eso importa saber acertar en la lectura de la vida. Porque la vida es un gran libro del que siempre se puede aprender si con la debida atención se mira lo que en él se muestra. Llega a erudito el que mira ahí sin cesar y se queda con lo que le parece más sorprendente; del otro lado están los que prefieren escoger su público y buscar sitios donde su retórica luzca. Pero, como decía, en la vida mirar es aprender y aprender de la vida significa también afrontar sin temor las taras que impone. Fijémonos en el menosprecio, por ejemplo, que es algo que el timorato pedante difícilmente soportaría. Aun así, no nos hagamos ilusiones triunfales con el erudito: su actitud franca, aunque heroica, jamás podrá con la actitud impostada, con la que el pedante interesado crea a la medida de la situación y de su lucimiento, ya se trate ésta de una conferencia, una tertulia o una simple reseña. Es justo en esas plazas fuertes donde el pedante muestra con orgullo, diríamos que casi con alevosía, sus saberes. Con ese fin no le importa discrepar de la vida sin inmutarse, alegando que lo que ofrece es siempre demasiado corriente y vulgar o que no vale de nada entrar en discursos dicharacheros. Nadie debería empeñarse, pues, en buscar al pedante en la calle, habrá que descubrirlo si acaso en cafetines y seminarios, atrincherado con los colegas, porque es evidente que le encanta el ambiente de sacristía y le abruma salir afuera. Finge desconsuelo por la incultura de la gente y se duele teatralmente de los que hablan en cualquier parte sin propiedad, no son capaces darles el justo énfasis a sus palabras y, aunque tratan de pensar, no saben cómo entrar en trance, soltando sus reflexiones a la ligera. Sin abandonar su pose de ponderada crítica, sigue en su tono de queja para tachar esas reflexiones de arbitrarias e innecesarias, porque le parecen demasiado libres y además no traen la cita a pie de página. No es ése el caso del erudito llano, pero tampoco a éste le gustan las ambigüedades. Del mismo modo que alivia a cualquiera de su torpeza o de su olvido, no le duelen prendas por colocar los puntos sobre las íes; igual que trae a conocimiento el dato preciso y la solución más obvia, advierte de la llegada de nuevos y muy concretos problemas. Ya que cito el olvido, tampoco es que le deprima demasiado ver cómo flaquea su propia memoria. Y en lo que al olvido público se refiere, le preocupa bien poco verse orillado de la corriente académica y alejado de cualquier honor. Es muy consciente de que, con su espíritu inquieto y curioso, su temple sosegado y discreto, y su expresión sencilla y directa, no sirve para esos oficios vidriosos que son objeto de disputa y oposición, y menos aún para dictar sentencia sobre los intereses y obras ajenos. Como no tiene reputación notoria que defender, no teme arruinarse por decir lo que le venga en gana y ante cualquier público. Contrasta todo esto con el caso el de los oficiales del saber, esos que llenan a diario las aulas. Más que tristes se sienten cuestionados cuando ven pasar sin pena ni gloria por debajo de su ventana al mismo erudito ambulante que hace corro en el parque. En el fondo envidian verlo tan fresco y solicitado, tan incombustible frente a penas que para ellos serían demasiados agrias. Desde luego que no es lo mismo eso que pasearse por el parque para calmar los nervios media hora antes de salir a escena. Y no es lo mismo subir a la tribuna con etiqueta de intelectual que manifestarse en una taberna de las afueras, animado por una parroquia entre perpleja y divertida. En todo caso, a la hora de comparar, es fácil imaginar en cuál de los dos lugares se dice y se enseña sin tapujos la verdad.

sábado, 16 de abril de 2022

Vuelta a los principios de fe

En este pequeño país se ha practicado entre el público, a plena luz y sin ningún pudor, una persuasión, o mejor una maniobra inductiva, que tiene poco de inocente. Aparentemente lo que con ella se pretendía era convencer a quien se pusiera a tiro de algo que sus valedores tenían por incuestionable. Lejos de seducir mostrando el encanto o la virtud de su oferta, la maniobra adquiría casi siempre un tono coactivo al colocar al individuo ante una suerte de chantaje moral. Con el fin de alinear a los despistados, ociosos o desmotivados en un frente común, todavía un poco despoblado y manifiestamente minoritario, se les hacía entender que, si no se unían a lo que se predicaba, estaban abdicando de su pertenencia al grupo. Eso los condenaba de algún modo al aislamiento y la vergüenza pública. Con esa idea en la mente, solía salir a la plaza, cuando no al púlpito, el predicador de turno. Su abnegada misión era concienciar a toda esa gente renuente. Dejaba desde el principio claro que para cualquiera era mucho mejor responder a su maniobra y concienciarse de buena gana que no verse después obligado a entrar al redil a la fuerza por la puerta pequeña. Con el aumento de la masa concienciada se llegaría a un punto crítico en el que propósito militante sería aún más atractivo. El grupo inductor resultaría entonces decisivo en el conflicto que con total seguridad se abriría para imponer a todos una conciencia universal y homogénea basada en sus principios.  
Desde el punto de vista personal concienciarse venía a ser para el renuente, o alienado como se decía a veces, algo así como sacudir su conciencia. La idea era que pudiera abrir los ojos a una nueva realidad en la que cobraba repentino interés lo que él antes no podía o no había creído interesante ver. La larga y bien conocida tradición de maniobras doctrinales le hace a uno entrar en duda de si tomar conciencia es hoy en día un modo de fijar la atención sobre lo nuevo o de fijar posición en un credo. Porque una cosa es orientar el punto de mira hacia aspectos que son poco visibles y otra bien distinta anclar el concienciado su conciencia para que deje de moverse por su cuenta. La primera opción satisface nuestra curiosidad natural y es punto de partida de iniciativas de investigación más o menos científicas. La segunda opción, sin embargo, hace del concienciado un tipo teledirigido y, en algunos casos, un peligroso converso. Hablo de peligro, porque no ha sido tan raro verlo aplicar en primera línea, como militante, métodos de inducción mucho más resolutivos, incluso violentos llegado el caso. Es verdad que en los asuntos para los que hoy se reclama concienciación no se ha llegado a esa fase, pero el historial de abusos sigue ahí. Cuesta poco ver que, si se desmadra, la concienciación degenera en avasallamiento y conversión a la «verdadera» fe, renunciando a la apertura de debates en los que prime la libre opinión. 
No me tranquilizan en absoluto —más bien confirman mi sospecha de que concienciar puede acabar en una maniobra tóxica— algunas declaraciones que leo en los medios. En concreto, me ha llamado la atención una «iniciativa popular» donde en lugar de la fórmula tradicional, o sea concienciar (que quizá se considere ya demasiado invasiva), se emplea otra que habla de promover la conciencia a favor de. Sabemos de sobra que el margen que ahí se ofrece para el ejercicio de la libertad, particularmente cuando se vive en entornos pequeños de vocación colectiva y cerrada, es más que relativo. En el mismo lado quedarían el concienciar y el promover la conciencia a favor, mientras que al otro lado quedaría solo el que no se conciencia. Si además pide que se abra a debate esa cuestión, justo la que debe aprobar en conciencia, se le puede augurar un duro rechazo por parte de los concienciados, que abrazan firmemente su creencia, vieja o reciente, como un principio de fe. 

viernes, 15 de abril de 2022

D. Div.

He iniciado estudios, nunca más allá de la Wikipedia, para enterarme de qué supone ser Doctor en divinidad o Divinitatis doctor. Me intrigan desde siempre los estudiosos académicos de Dios, del único y verdadero por supuesto. Entiendo que, al no disponer de pruebas a la vez materiales y divinas, no se puede avanzar por la vía empírica. La ciencia pasa a ser vista como una estrategia demasiado humilde, que tiene algo de rastrera. Ahora bien, pese a la falta del dato divino, nada impide a los doctorandos recrearse en las manifestaciones que vienen a observar en el comportamiento humano y les sirven como base de análisis. Gracias al uso sutil de esa palabra, manifestación, admiten como acción divina casi todo, a excepción quizá del Mal, siempre tan ubicuo y persistente  Bien mirado, el doctorado en esta materia tiene más de constructor que de analista. Es él, acompañado de otros de su gremio, quien ha ido levantando para el Bien una sólida ciudadela, tan alta que se pierde en el cielo. Los creyentes son el perfecto material para desarrollar su plan magistral. El que cree, al menos en el Bien, trabaja con entusiasmo en ese empeño, aunque sólo los doctores en divinidad alcanzan  a ver el trono. ¿Vacío o lleno? Jamás llegan a decantarse y quizá por eso el Bien no llega a estar a salvo.

El psicotribunal

Dostoievski en el banquillo. Todo un coro de psicólogos clínicos lo acusa. Después de habérselo leído todo, dicen no haber aprendido nada. «No se adivina un sistema. Construye personajes, no describe tipos. Su literatura no nos sirve, nos angustia», razona el fiscal muy indignado.

Voluntad y memoria

Llega un momento en que el empeño ayuda poco a recordar y de nada sirve para olvidar. La memoria flota al azar y nadie puede hundirla a su capricho.

jueves, 14 de abril de 2022

El mercadeo más oscuro

Si eres mudo y quieres venderte tienes dos alternativas: ponerte en el escaparate haciendo de tu cuerpo un reclamo sugerente en el que el cliente pueda palpar las cualidades únicas de tu muestrario, o encargar al charlatán de turno para que, en tu nombre y en su beneficio, ofrezca a sus contactos el material, alegando unas virtudes que incluso para él son indescifrables. 

No le entiendo nada, debe ser inteligente

Cuando la expresión peca de hermética, caben en ella tantos mensajes, plagados en su mayoría de ecos pretenciosos y aires profundos, que es fácil para el oído pasmado confundir intenciones y acabar alabando la grandilocuencia más tonta.

miércoles, 13 de abril de 2022

Los filósofos buscan en el cielo

En nombre de los ideales que marcaron el brillante curso de la Ilustración, le rogué a aquel singular filósofo, siempre tan humilde, siempre anónimo, que fuera absolutamente claro y en lo posible sincero. La pregunta era muy simple: cómo concebía él la realidad. Pues bien, aunque no era de los que solía pisar suelo firme y tendía muchas veces a hablar de oídas, no rehuyó la tarea.
«Como filósofo debería empezar confesando que no tengo tantas luces como para iluminar tan amplio espacio», se vino a excusar haciendo gala de su modestia natural. «Por otro lado, ni siquiera entre todos podríamos hacerlo, por muy lúcidos, y con frecuencia francamente iluminados, que andemos por la vida. Puede que haya llegado la hora de reconocerlo: por ese espacio real nos movemos realmente, pero a tientas. En ese tanteo permanente, al que por oficio filosófico se nos obliga, en lo poco que la realidad emerge resulta bastante confusa y, cuando no emerge, se nos muestra demasiado esquiva, en la práctica opaca, incluso a plena luz. Pero no por eso nos hemos rendido, desde luego. Seguimos buscándola constantemente, bien provistos de nuestra brillante inteligencia con la que nos abrimos paso a modo de candil. Llevamos siglos dedicándole páginas y más páginas, porque intuimos que siempre hay algo que flota y está a punto de revelarse. Nada ha quedado exento, por muy tenues que fueran los rayos que alimentan nuestra luz. La tierra entera ha sido purgada en vano para intentar reconocer su contenido real. También el cielo, que tan pronto vemos tenso y gris como negro y cuajado de estrellas, nos suele guiar con su propia luz. Con él tenemos al menos el presentimiento de que algo está próximo a salir de esa pantalla incierta para iluminar la realidad. En el peor de los casos, suponemos que si se desata la tempestad o nos fulmina un meteorito la veremos durante un instante. Pero normalmente sólo es cuestión, nos repetimos una y otra vez, de esperar a que esa bóveda, todavía en claroscuro, rompa aguas y dé por fin a luz para iluminarnos a todos, filósofos y legos, con lo que lleva siglos guardando en su seno. Y si al final, por un casual, no llegamos a tener delante esa realidad de la que tanto nos han estado hablando, al menos podremos educar a nuestro modo y conveniencia el nuevo mundo que el cielo ha alumbrado para así poder escribir una página más. Será una página tan fantástica como las anteriormente escritas, que se añadirá a las que figuran en la historia del saber. Sólo hay que leerlas para aprender cómo con cada mundo nuevo cambia la filosofía para tratar de mantener a raya esa realidad que tan furtiva y díscola se nos muestra».

martes, 12 de abril de 2022

El filósofo y sus ideas

A uno de ellos aún llegó a oírle «¡ostras, que viene el filósofo!», mientras escapaba con los demás a toda prisa, con pinta de estar corriéndose todos una buena juerga a su costa. No es que tuviera el oído ni el pellejo demasiado fino, pero la broma le pareció inaguantable, por muy cierto que fuera. Así que salió tras ellos y, aunque sin idea de llamarlos al orden, creyó que debía como mínimo reprocharles tanta rechifla. Siguiéndolos llegó así a la terraza de un bar donde, entre risas y en un ambiente ocioso y algo gamberro, intuyó en los de una mesa las mismas malicias de antes. Al verlo con su aire solemne y el típico rictus profesoral se hizo un extraño silencio. Poco tardó él en captar qué clase de sintonía había quedado interrumpida. Allí, bien cerca, todavía estaba uno susurrándole al oído a su colega: «Ahora porque está enfadado, pero lo normal es verlo en las nubes. Casi siempre va solo, aunque a él le da por decir que lo acompañan sus ideas». Tras escuchar al de la oreja, amplió su explicación: «¿Esas ideas? ¡Qué va! No, no son mozas. Son, cómo decirte, cosas que no están en este mundo. Él dice que se maneja de primera con ellas, pero por aquí nadie las ha visto». Hizo una pausa a instancias del de la oreja que seguía sin entender y ahí fue cuando le cortó: «Que no, que no son amigas, que él toda esa compañía se la imagina. Si eran amigas esas ideas, debe hacer mucho que lo dejaron. Igual no les gustaban sus inventos. Eso de perder gasta mucho. Sólo tienes que ver en qué se ha quedado. ¡Sin gracia ni jugo, bien reseco!». El colega debió de concluir algo y él vino a confirmar su sentencia: «Pues sí, nada de filosofar y salir a buscar amigas por las nubes, aunque aquí tirados, la verdad, tampoco nos comemos una rosca». Al final, con un filósofo de por medio siempre podría haber salido a relucir una muestra de su peor filosofía. Pero no, esta vez se calló nada más pensar «si me río de ellos, la idea que me hago es que en vez de risa daré pena».

lunes, 11 de abril de 2022

Esclavos de la burguesía

Todo el mundo entiende lo que es ser esclavo, sobre todo si lo ha sido. Sin embargo, no todo el mundo acepta ya el término burguesía para describir con propiedad una clase social. Por eso es tan difícil identificar a los esclavos de la burguesía. La denominación da más juego si se emplea a modo de estigma, para señalar actitudes cercanas al revisionismo en el enfrentamiento con la burguesía. Todo muy propio del pasado siglo XX. De hecho fue Lenin quien en 1922 acuñó el término esclavo ideológico de la burguesía en un artículo titulado Sobre el significado del materialismo militante. Con él señalaba públicamente a los intelectuales desencantados, disconformes o alérgicos al bolchevismo. Tras aquel señalamiento vino el destierro, no a Siberia en esta ocasión, si no adonde los quisieran acoger, porque en Rusia sobraban. El camarada Trotsky llegó a pontificar tras ser embarcados hacia Alemania: «Echamos a esa gente porque no había pretextos para fusilarlos a todos y no había posibilidad de tolerarlos». La expedición fue conocida, si no denominada oficialmente, como el barco de los filósofos. De algún modo el régimen pretendía mandar con ellos la filosofía discrepante a paseo, o mejor a la deriva. Según parece, ayer, como hoy por otra parte, los programas políticos necesitan de publicistas, no de filósofos. No estaría de más que hubieran escuchado el mensaje que, ya en el siglo XV, mandaba Brant desde La nave de los necios: «Quien con su veredicto causa gran tormento, tiene también fijada su hora, en la que encontrará una muy rigurosa sentencia; la piedra le caerá sobre la cabeza». Al final entre una piedra o un piolet, al que recibe el golpe ¿qué le importa la diferencia?
Leo por ahí que para 1939 los académicos expatriados, bien expulsados o huidos, habían contribuido con 13.000 obras científicas en las más diversas disciplinas. Por decisión particular, por iniciativa popular o por dictado gubernamental, Rusia, la URSS si se prefiere, ha sido, y viene siendo, una insuperable exportadora de talento. El pueblo ruso debe sentirse orgulloso de su generosidad, pero quizá no tan satisfecho de su estancamiento y algo mosqueado con su ingenuidad.

De la piedra y el estanque

Algunos creen que la cuestión consiste sobre todo en llegar muy lejos y se aprestan a lanzarla con fuerza. Años de trabajo a base de entrenamiento diario con sacrificio constante. Uno de ellos toma por fin la piedra y la mira como si encerrara un hermético secreto. Acto seguido emprende la ciega carrera, llega hasta la orilla y desde ahí lanza a lo lejos la cuestión. Todos la ven cruzar trazando una intrigante parábola en el aire antes de desaparecer en el agua. No estamos ante un cenagal imposible, tampoco las aguas del estanque son sombrías ni sulfuradas ni caldeadas, son aguas frescas y claras. Puede que desde el fondo la piedra se acabe por mostrar indiferente y que al final con ella no haya surgido nada, o bien puede que se vaya disolviendo a medida que se sumerge y que ni siquiera llegue abajo del todo. Pero para indiferente ahí está ante todo el estanque, ahora violentamente enervado por el repentino impacto. Todo su contenido se resume en lo que se ha venido dando por estable y entendido. Es por eso por lo que se lanza desde fuera sobre él la pregunta y es por eso mismo por lo que seguimos todos atentos al curso rompiente de las ondas que llegan. En la orilla esperamos ansiosos la respuesta, convencidos de que siempre nos queda algo por entender. Desde luego que merecerían más fortuna todo el empeño y la esperanza depositados ahí por quien lanza la cuestión. Sin embargo, es triste observar cómo, por sobrestimar su fuerza y ceder a un alarde de ingenuidad, ha fiado toda su suerte a esa piedra. Supongo que, cuando la sentía en su mano, sentía que debía arrojarla bien lejos porque en ella había algo que aún se le resistía. De mil formas había comprobado su dureza, de modo que ya sólo le quedaba por ver si su incógnita era resoluble y se disolvería en esas reconocidas aguas. Pero no será ése el caso, porque pasados unos minutos, surgen por fin en el centro unas burbujas: ha llegado la respuesta. Nadie sabe, sin embargo, qué significa eso exactamente. Es natural, por lo tanto, que aparezcan a continuación las dudas: quizá no fuera tan sólida la piedra que lanzamos, quizá no quepa saber qué fue de ella, quizá no haya mucho que entender. Por no pecar de ingenuos ante tanta incógnita, nos pasamos aquí de intrigantes. Es tan vivaz ese burbujeo que nos invita a imaginar que va a surgir del agitado estanque algo vivo y desafiante, quién sabe si algún monstruo muy docto. Incluso sin llegar a verlo, hay suficiente materia de conocimiento en ese bullir como para pensar si no hubiera sido más inteligente no haber lanzado al estanque la dichosa piedra. A qué venía, se preguntan los más temerosos, cuestionar a esa criatura que, sumergida en lo conocido, conoce todo lo nuestro, tan sibilina y escurridiza, tan rebosante en ideas que no hay forma de prenderlas ni de aprenderlas. Se ha quedado pues en entretenimiento banal lo que pudo haber sido un recurso. No es probable que volvamos a mirar atónitos a ver qué pasa tras lanzar una cuestión cuando realmente estamos tirando una piedra. Francamente, me temo que no vamos a sacar mucho entendimiento del flujo pautado de las ondas o explorando las profundidades del estanque. Entender no es extraer ni agitar ni remover lo ya entendido. Para entender hay que fijarse en lo que ahí bulle, porque eso es conocimiento vivo, por más que llegue plagado de reflejos engañosos en los que aún no nos sabemos reconocer bien.

domingo, 10 de abril de 2022

Diagnóstico

Al verme tan preocupado, me miró con indulgencia y un punto de conmiseración. Esperando que me pudiera servir de algo, me dijo: «Amigo, tienes un grave problema. Es inútil ocultarlo y tienes que salir de ahí». Ahí era mi rincón de la biblioteca, el fortín mental que me servía de parapeto. Él lo vio muy claro: «No es sano y tengo que decírtelo. Mira, lo que te amarga es que te vienes tomando todos esos tratados de filosofía demasiado en serio. Piensa en esa gente y te darás cuenta de que sólo son humoradas con las que intentan amortizar sus problemas».

viernes, 8 de abril de 2022

De Horacio a Wittgenstein

La idea que de que hay una edad para saborear el presente y otra posterior a ella en que ya sólo podemos dedicarnos a descifrar el futuro y recrear el pasado está profundamente arraigada en quienes tenemos ya unos años. Y así resulta que, cuando más debería importarnos el presente, lo vemos ante nuestros ojos desvanecerse, perdiendo poco a poco el prestigio del que un día gozó porque en ese tiempo gozamos. «Va demasiado rápido, ya no nos da tiempo de disfrutarlo», me dice siempre el colega. Pues precisamente por eso es por lo que deberíamos esforzarnos y, si no se deja atrapar, quedarnos suspendidos en la intemporalidad neutra, salir de esa vigorosa corriente que nos lleva al disfrute y contemplar las aguas del río sin entrar en profundidades agónicas, viendo el sol rielar y mansamente acariciar su superficie. 
No sé bien a qué edad escribió Horacio su oda, sí justo aquella que acaba con carpe diem, quem minimum credula postero. No parece que fuera de sus escritos últimos, pero si fuera de los primeros sorprende que en una oda juvenil se cite con preocupación a la muerte. En vez de rechazarla o desconocerla, lo que en ella se afirma es que el mejor modo de conjurar la larga sombra de la muerte es  vivir intensamente el presente. Quizá no seamos los veteranos ahora capaces de dotar ese presente de la intensidad de antaño, pero, a diferencia del pasado y el futuro, lo seguimos teniendo a nuestro alcance. Debería de valernos, pues, el consejo que Horacio dedica a Leucónoe (cuya edad desconocemos):
Sé sabia: filtra el vino
y ataja una larga esperanza, porque duramos poco.
Mientras hablamos,
huye el tiempo celoso.
Goza el instante: no te fíes del mañana.
Horacio sin duda sabía que vivir bajo la sombra de semejante amenaza no deja de ser agotador. La felicidad sólo puede ser ocasional, efímera, fortuita, y buscarla o pretenderla es tarea ardua. No hay solución posible, aunque algunos creen que hay un más allá de la prolongada continuidad donde tendría su sitio. Aunque aconseja vivir en el instante continuo, quizá sea preferible optar por ese amplio margen desde el cual el tiempo se ve como una recta fría, que como una flecha nos acecha, para así entrar en la intemporalidad. Puesto que la felicidad parece inaprensible, prescindamos del tiempo. En cualquier caso, dejémosla venir como un estallido momentáneo, como un eco profundo, como un seísmo capaz de hundir este mundo que tanto nos atormenta. Y así, cuando se haga el silencio, lo que quede ante nosotros nos parecerá todo y lo mismo.
En el apartado 6.4311 del Tractatus Logico-Philosophicus, L. Wittgenstein presenta una serie de tres aforismos donde se avanza por esta vía de la radical negación, negación que dedica a la muerte para asumir a cambio la frágil intemporalidad del presente:
La muerte no es ningún acontecimiento de la vida. La muerte no se vive. 
Si por eternidad se entiende no una duración temporal infinita, sino la intemporalidad, entonces vive eternamente quien vive en el presente.  
Nuestra vida es tan infinita como ilimitado nuestro campo visual.

jueves, 7 de abril de 2022

Posibles efectos

Las posibilidades creadoras de la inteligencia están tan sobredimensionadas al menos como subestimados los efectos devastadores de la estupidez.

miércoles, 6 de abril de 2022

Mastodóntico error

Del mismo modo que otros tallan madera, pintan paredes, cortan la hierba o lanzan insultos frente al ordenador, a mí me dio por organizar y dar caprichosa forma a toda una legión de células. Debido a su mastodóntico número, acabé proponiéndome lo más obvio: crear un mastodonte. Si lo piensas, organizar algo así no es tan difícil. Lo más difícil es encontrar y reunir todo el material necesario. Como las células están por todas partes, en principio para recolectarlas no debería de haber problema. El problema principal es clasificarlas y acantonarlas en distintos cuarteles para que no entren en disputa y se malogren de manera que, incluso antes de empezar, la pretendida organización se quede en nada. Todas esas tareas previas me llevaron días y días de arduo trabajo, pero al final, siguiendo el detallado organigrama que me había diseñado, tuve el acierto de ir formando imponentes regimientos celulares. Fui tan meticuloso que llegué a tener allí alineadas células de todos los tipos de muchas de las especies conocidas. 
Con todo dispuesto, llegó el momento decisivo del ensamblaje y la adecuación. Me puse manos a la obra para integrarlo todo con arreglo a la organización que venía prescrita en los papeles. Con los osteocitos fui montando una estructura bastante sólida; empezaron a rodearla de forma espontánea los escuadrones de glóbulos, a medida que se deslizaban por sus estrechos vasos; en lo más alto coloqué el regimiento neuronal central, formando un núcleo poderoso, y desde ahí las neuronas se fueron extendiendo e infiltrando por todas partes hasta formar una compleja red; atravesados por vasos y nervios, fui tejiendo con cuidado amplias formaciones de miocitos, todos ellos afibrados y contráctiles, y fue entonces cuando, como por obra de magia, aquello empezó a moverse; por encima de todo ese conjunto fui disponiendo una tras otra capas y capas de células epiteliales, a fin de cerrar el paso a los intrusos; a partir de ahí, me fui remitiendo de vez en cuando al diagrama para completar el organismo con los restantes regimientos celulares. Cuando finalmente y con mucho esfuerzo logré colocar todas las células en su sitio, procurando en todo momento mantenerlas en armonía para que no se desgraciaran, cada una de ellas estaba ya presta a cumplir con su función. 
Atendiendo como estaba a los últimos detalles, apenas llegué a reparar en la tremenda criatura que se levantaba ante mí. Miré una vez más el organigrama para que no quedara nada al azar en el flamante organismo. La verdad es que había partido de un diagrama quizá demasiado sencillo, donde el mastodonte era concebido como un ente minuciosamente articulado, justo hasta la última célula. Sin embargo, puede que allí no pudiera reconocerse del todo aquella mítica criatura, de la que por desgracia sólo nos ha quedado un vago recuerdo, algún dibujo y una concepción algo imaginaria. Así que la sorpresa, mejor la decepción, no tardó en llegar cuando aquel organismo descomunal, una vez erguido, trató de ponerse en marcha. Fue entonces cuando me di cuenta, absolutamente desolado, de que lo que había organizado no pasaba de ser una versión más, bastante monstruosa por cierto, del organismo humano. 
Cuando para contemplar mi obra, me planté frente a este nuevo homínido, el resultado me pareció horroroso. Mi enfado creció a tal punto que inmediatamente dejé de mirarlo y, con tremendo cabreo, me di media vuelta. Mientras lo iba dejando atrás, no podía parar de mascullar: «¡Joder, cuánto tiempo perdido! Ya se puede poner éste a cuatro patas que nunca jamás llegará a mastodonte». No sé bien si aquel inocente humanoide entendió mi arrebato o se sintió menospreciado. El caso es que mis palabras actuaron en él como un resorte. No sólo se puso en marcha, sino que salió al trote, como desbocado, como si quisiera huir. Tan precipitada fue su carrera que ni se molestó en ver que su fanático diseñador, su brillante creador, marchaba por delante. En su huida loca me pasó por encima, desentendiéndose por completo de este humilde atropellado, del humano al que, tras darle vida, había ganado la posición.

lunes, 4 de abril de 2022

El regidor y su santo grial

Aparte del viejo mobiliario, en su habitación había bien poco: en la estantería unos cuantos libros de segunda o tercera mano, en la mesa un vetusto ordenador de primera generación conectado a una pequeña pantalla y a su lado una taza descascarillada con restos de café. Un universo trivial, un refugio vulgar, un ambiente cotidiano y aburrido. Su salida a deshoras entre gritos y el tremendo ruido que había armado alertaron a un vecino que me llamó asustado. Aunque de mala gana, me levanté movido por un extraño presentimiento y me acerqué hasta su apartamento. Hacía tiempo que no lo pisaba y siempre lo había hecho de día. Nada más abrir la puerta, cruzar el umbral y verlo vacío, aumentó mi preocupación. Pronto me di cuenta de que, presentándome de madrugada, llegaba a un mundo privado, de que invadía su sancta sanctorum. 
No se veía mucho, pero era como si hubiera salido de estampida tras alguna llamada urgente. La pantalla seguía ahí todavía encendida, proyectando una pálida luz que envolvía en una densa penumbra toda la habitación. La tenue claridad que cubría la mesa excitó mi curiosidad y me acerqué hasta la pantalla un poco a tientas. Al principio aquello me pareció una artículo de prensa, pero luego vi que había estado escribiendo y que había dejado algo a medias. Quizá fuera un mensaje para curiosos entrometidos como yo, quién sabe si no era su propio testamento. Temiendo que volviera y pudiera sorprenderme husmeando en sus cosas, me decidí a echarle una ojeada rápida. No parecía largo. Tras las primeras líneas, movido por la costumbre, me acerqué la taza a los labios y apuré el café que quedaba de un sorbo.
«Por iniciativa propia vivo aislado creando mundos que puedan sustituir aquél al que prácticamente he renunciado. Ese aislamiento ha provocado en mí un creciente ensimismamiento, pero la imaginación que gracias a él ha florecido me ofrece en compensación variadas fantasías. En ellas veo surgir mundos dóciles, mundos que sé bien cómo someter a mi criterio y en los que además puedo llegar hasta donde deseo. Como con ellos no hago daño a nadie, el bien se pliega ahí sin dificultad a lo dictado por mi mente y en los episodios mundanos consigo incluso proyectarme como ilusionado benefactor. Probablemente quien mire todo esto desde fuera, si eso es posible, me vea como un terrible fantasma sobre mundos que tiritan ante mi inevitable presencia o que soportan afligidos mi monstruosa tutela y dirección. A ojos de ese observador, supongo que este ejercicio imaginativo mío resultará bastante inquietante, pero seguro que aún le parecería peor que me pusiera a corregir, abusando de mis facultades fantásticas, el curso natural del mundo que es propiamente mío, del que al nacer se me dio. Como lo que traía nunca me pareció realmente suficiente, me vería ese supervisor constantemente empeñado en construir, a golpes de voluntad heroica y a costa de todo lo que me rodea, un arbitrario espacio para la evasión y el ensueño. Partiendo toda la inspiración de mí, tanto en éste como en aquellos mundos, quizá le asombre comprobar cómo todo y todos me sirven, una vez figurados y trasladados a ese escenario en el que actúo como soberano director. En realidad, además de ese supervisor, todo el mundo sabe de sobra que no hay soberano sobrio, que lo que a todos ellos les sobra su soberbia. Para confirmarlo no hay más que seguirlos en su despliegue alucinado e imponente: los dones se distribuyen por su mundo en virtud de sus necesidades y los efectos ocurren en atención a la causa primera que su sola presencia representa. Si eres tú lector el que me sigue, reconocerás fácilmente en mí al ensimismado que, arrastrado por su delirio, cree ya ejercer como supremo creador tras haberse forjado con mimo una cárcel exquisita, un mundo fantástico donde todos viven sólo para él.»
Justo había llegado ahí cuando la puerta se abrió. Volvía de la calle con un bocadillo y al verme se cabreó muchísimo. Que qué hacía allí, que quién era yo para andar curioseando, que desde cuándo tenía llave. Tuve que recordarle que él mismo me la había dado un día «por si acaso». Poco a poco mis explicaciones le fueron calmando. Sorprendentemente no le dio gran importancia a verme asomado a la pantalla leyendo atentamente su escrito. Me dijo que había querido escapar de todo lo que andaba escribiendo, que necesitaba despejarse y tomar algo. De repente su tono amistoso cambió de forma radical. Se fue directo a la taza, tiró con rabia el bocadillo en la mesa y, prácticamente fuera de sí, el ensimismado regidor, que tenía por amigo, se volvió hacia mí, su preocupado observador, para abroncarme: «Y encima te has acabado mi café, sólo me has dejado los posos. Esto sí que no se lo perdono nunca a nadie».

domingo, 3 de abril de 2022

Segurola y Cía.

Lo único seguro es que quien busca lo seguro rehuye el curso natural, siempre tan inestable y sujeto a molestos cambios. Todos aceptamos el tiempo, porque es el cambio obligado, el cambio por el que nos vemos forzados a marchar. Aduciendo razones de seguridad, tratan algunos de no los saque de la ruta normal y no los meta por terrenos escabrosos y abruptos. Aunque vayan sin freno y cuesta abajo, piensan ellos que moviéndose en un continuo el mal siempre será menor. Entre suspiros van mirando, mientras tanto, hacia arriba, o sea al cielo, confiando que de ese modo el mal les resultará ilusorio y quizá hasta imperceptible. Bajando a trompicones, uno notaría, a medida que cae, los sucesivos golpes, pero en el continuo siente como si tranquilamente se deslizara. Lo cierto es que da igual cuál sea tu sensación de seguridad si tu destino final es el abismo.

sábado, 2 de abril de 2022

El templo como bote salvavidas

François Musin (1820-1888), Rowing boat in stormy weather
Tras recordar Mircea Eliade, el famoso estudioso de las religiones, en una nota de su diario de enero de 1955 que el nombre griego para templo es naos, pasa a subrayar su carácter simbólico como refugio monumental: «el Templo, es decir la sacralidad expresada en volúmenes, está concebido como un navío». El navío sería, pues, para los antiguos el vehículo que permitiría viajar hacia el cielo o el más allá atravesando las tinieblas y el caos que se oculta bajo las aguas. Y digo los antiguos, porque la idea es compartida en diversas culturas. No tenemos más que recordar en la Biblia la peripecia del arca de Noé. Continúa Eliade apuntando al respecto la idea de que «la travesía perfecta no puede efectuarse más que en un "navío", es decir en una "forma cerrada" que protege de la degradación, de la dispersión, de la disolución». Elude así en su nota el destino del viaje para centrarse en la seguridad conseguida al aislarse y cerrarse a las tormentas mundanas. Puede que los templos ofrezcan seguridad e inviten al recogimiento, quizá encontremos hasta paz. Más difícil será que, rodeados por todas esas imágenes que desde los múltiples altares laterales nos observan silenciosas e inquisitivas, sepamos  bien a dónde nos dirigimos desde ahí y, más aún, a quién debemos mirar.

viernes, 1 de abril de 2022

Pasos inciertos

A veces odio en mí al equilibrista algebraico. Marchando por esa maroma se acostumbra uno demasiado fácilmente a contemplar de otra forma la naturaleza, también la naturaleza humana. Gracias a los nebulosos símbolos, siente de hecho que la sobrevuela: examen riguroso, perspectiva amplia, precisión razonable, dominio y control. Aupados a esas alturas por geometrías soberbias, uno se encuentra más cómodo, muy lejos ya de la amenaza de las fieras. Eso no significa que nuestros temores desaparezcan, pues sabemos bien que un mal paso, una falsa prueba, puede hacernos caer en el vacío insondable, en el error letal, en el mundo real donde podemos vernos sometidos a una prueba mucho más incierta y cruel, al equilibrio de fuerzas.