domingo, 31 de octubre de 2021

No se lo pidas a un árbol

Según el balance de una maestra fiel observadora del mundo que viene, los niños saben más marcas de móviles y automóviles que nombres de árboles. Podrá extrañar, pero la cosa tiene sencilla explicación y hasta podríamos explicarlo con sus propias y probables palabras: «A los árboles es muy divertido subirse, pero luego no se mueven, se quedan inmóviles».

El yugo

Le prometieron que tras pasar bajo el yugo sería libre. Preso de una oscura premonición cedió el turno y, cuando le salpicó la sangre, comprobó que había razón para el recelo. Con el miedo aún metido en el cuerpo, el testigo vio llegar por detrás al siguiente, ajeno al incidente pero ávido de ganarle la delantera y hacer efectiva la promesa. Aunque tenía sobradas razones para disuadirle, no sabía cómo evitar que viera en ello un afán de relegarlo. Al advertir éste, nada más llegar, las manchas de sangre de su ropa, pícaramente le aconsejó: «Mejor cura tus heridas antes de cruzar el umbral. Sólo indemne disfrutarás de verdadera libertad». Y sin volver a mirarle, creyó que aceptaba su razón como suficiente para cederle el paso. Dueño secreto de lo que le esperaba, el testigo creyó que tan desmedida presunción era bien merecedora de castigo. Le daba igual que sobre él cayera a perpetuidad el peso del yugo o repentinamente el filo de la espada. Habiendo sentencia poco le importaba su ejecución. A ella volvería a asistir como testigo, esta vez con perverso agrado. Pero lo que vio fue cómo él marchaba decidido, agachaba la cabeza y daba tres pasos para franquear el umbral. Cumplido el ritual, alzó la cabeza y se volvió risueño hacia él para despedirse. Ahora que el testigo se sabía el siguiente, pues nadie venía por detrás, le acometió una terrible desazón. No sabía qué razón esgrimir para nuevos presagios ni cómo lograr conjugar dos destinos tan dispares. Como testigo nada le cuadraba, pero lo único cierto es que ahora le llegaba inexorable su turno. Él quería ser libre, desde luego. Y se sabía indemne, al menos aparentemente. Mientras avanzaba hacia el yugo vacilante, empezó a pensar que de un modo u otro la libertad estaba donde siempre, al otro lado. Que fuera absoluta o relativa no era el mejor momento para discutirlo. Dio entonces decidido los tres pasos, completamente dispuesto a enfrentar, fuera cual fuera, su destino. Había llegado el momento de descubrirlo. 

sábado, 30 de octubre de 2021

A veces pasa

Mérito tremendo: reconocí la idea al vuelo. Decepción amarga: ¿dónde quedaron mis alas? Recuerdo restante: volaba alto, quizá no era ella.

viernes, 29 de octubre de 2021

Estamos siendo blanco del ojo avizor

Cuesta poco embarcarse en un ejercicio de paranoia y cuesta menos hacer de él un auténtico viaje paranoico de ensueño. Para ello será mejor que entremos a relatar en primera persona. Me imagino el acojono que tendríamos si al ir por la calle tuviéramos permanentemente detrás a un desconocido que no se nos despegaba. No te digo nada si el mismo tipo se colaba detrás de nosotros en el portal y si encima lo teníamos de inquietante pasajero en el ascensor sin saber exactamente a qué piso iba. El asunto se pondría verdaderamente serio cuando saliera en la misma planta que nosotros y se nos colocara detrás. En ese momento no sabríamos si venía a ver al vecino, si traía algún encargo o si esperaba el momento oportuno para dar el golpe. Supongo que me entrarían temblores y que estaría casi rígido y pendiente de cualquier movimiento que se pudiera dar mientras metía la llave en la cerradura. Bueno hablo de movimiento, pero seguro que no se escaparía ni el más mínimo carraspeo o aliento, porque todo vendría hasta mí terriblemente multiplicado por la ansiedad y el miedo. Seguro que dudaría mucho a la hora de abrir la puerta, por temor a que no me diera tiempo de cerrarla antes de que el tipo se me viniera encima. Y lo peor de todo podría venir cuando, después de todas esas precauciones, entre prisas y temores, me metiera en mi casa y cerrara la puerta. Quién sabe si al darme la vuelta e intentar un suspiro de alivio, acabaría comprobando que lo tenía ahí, justo delante de mí.
Esta pesadilla del sujeto que nos acompaña de forma permanente y se inmiscuye inopinadamente en nuestra vida puede parecer fantasiosa. Como parece inspirada por alguna intriga malsana, decidimos que está lejos de nuestra situación real. Sin embargo, estoy por afirmar que no es del todo así, al menos que no es así en la mayoría de los casos. Es verdad que un tipo siniestro a nuestras espaldas se hace notar y que nunca podremos hacer como que no pasa nada si lo llevamos en todo momento detrás. La presencia física y la agresividad potencial que se le presume es lo que de verdad intimida en ese caso, por lo que es probable que una mujer no diera lugar a toda esta clase de fantasías. Sin embargo, se me ocurre otro caso, como el de la mujer casi inadvertido, que da lugar a una intromisión aparentemente atenuada, casi imperceptible, pero muy real. Supongamos que es una cámara de pequeño formato la que nos sigue sigilosa a todas partes, tres o cuatro pasos atrás, a la altura de nuestro cogote, como un moscón. Evidentemente nos molestaría, pero sin llegarnos a preocupar demasiado, puesto que no representa una amenaza evidente a nuestra integridad física. Podría estar, sin embargo, grabando toda nuestra actividad diaria, incluido lo más íntimo, sin que eso supusiera un gran incordio, sin levantar grandes recelos. Caso de tolerar todo esto sin apuro, es probable que transigiéramos con facilidad en una intromisión de orden mayor. No son la escalera de la casa, las calles de la ciudad o las afueras por el territorio abierto nuestro único lugar de paso o de exploración. Pensemos que hoy por hoy, además de por el mundo físico, nos movemos con frecuencia por otro amplísimo mundo que llamamos virtual. Puede parecer distinto pero las oportunidades de exploración son en él incluso mayores. En esos paseos no constatamos la existencia de acompañantes, no reparamos en individuos fisgones, no apreciamos cámaras vigilantes que nos sigan. Y sin embargo, es seguro que todos nuestros pasos están siendo registrados al milímetro y que nada de lo que hacemos pasa desapercibido a ese ojo avizor que nos persigue desde el otro lado de la pantalla. Curiosamente, aunque él nos percibe al detalle, a nosotros nos pasa completamente desapercibido. Es tanto lo que ese mundo nuevo nos ofrece sin intermediarios que no entramos a valorar si existe al otro lado un espectador interesado en saber de nosotros. Nos creemos así de insignificantes y, haciendo gala de humildad, nos parece que tenemos nada que temer. Es así como él, oculto detrás de esa pantalla, acaba por conocerlo todo de nosotros, hasta nuestras más penosas intimidades. Aunque sabemos que es capaz de almacenarlo todo, su falta de presencia, su invisibilidad, hace que nada lleguemos a imaginar y nada nos asuste de él. Al final somos en esto verdaderamente ingenuos. Sentimos con nitidez amenazas presenciales como el tipo de la escalera y en general todas las que susceptibles de atentar contra nuestra integridad, mientras que no llegamos a captar bien las que se ciernen sobre nuestros secretos, intrigan con nuestra imagen y pueden interferir en nuestra vida social y nuestro futuro. Aun así hay quien se refugia en ese mundo etéreo con una ingenuidad que, a estas alturas, sólo es propia de niños, como si estuviera protegido en todas sus andanzas por la ancestral y poderosa magia del ojo de Horus. No se da cuenta de que paga su ubicuidad al precio de aceptar ante ese ojo omnipresente una absoluta transparencia.

jueves, 28 de octubre de 2021

Transcripciones creativas

La web reporter.lu informaba ayer sobre las proezas académicas del primer ministro luxemburgués. Comprobado: de su tesis de master sólo 2 de las 56 páginas eran originales. Salvo unos párrafos en la introducción y una breve conclusión lo demás había sido copiado, lo que constituiría a juicio del reportero «un plagio sin paralelo en su campo», colocándolo a la cabeza de la larga lista de políticos pillados en la misma falta. Consultados los expertos académicos, una dijo: «Veo el plagio muy problemático, porque hay amplios pasajes transcritos palabra a palabra», para añadir después: «Uno no puede copiar accidentalmente varias páginas». De acuerdo. Otro, que no quiere entrar en líos, rebaja el tono y afirma benévolo que quizá lo transcrito es «demasiado extenso para ser razonable». Un tercero, casualmente director o supervisor del trabajo, intenta eludir el ridículo diciendo que los criterios eran otros antes de que aparecieran los programas de detección de plagios. Supongo que quiso decir que eran más laxos o llanamente inexistentes y que él pasaba por ahí y firmó el aval académico porque el muchacho iba para ministro. Quo usque tandem abutere patientia Luxemburgensis?

Crux

La nostalgia nos ciega la visión interior y nos embota las entendederas. Acudimos a donde estuvimos y, como es natural, no nos encontramos. Eso con la visión interior, pero con la exterior el tiempo tampoco es más compasivo. Digo todo esto porque voy viendo que mi vista no es la de antes, que dejo más de lo que debiera en la pantalla y que se me va quedando una jeta extraña de tanto mirar sin acabar de ver. Poco ha contribuido a aclararme, y a resolver esa compleja ecuación donde confluyen vista y mente, el libro que he elegido para hojear esta tarde. Era un libro como de otros tiempos, claro que cuál no lo es a estas alturas.

En concreto he cogido la Pequeña enciclopedia de Matemáticas del VEB Bibliographisches Institut, una obra excelente por otra parte. Todo ha venido a cuento del operador nabla y de su uso para expresar el gradiente, la divergencia y el rotacional, una cuestión de cálculo vectorial. No sé si me acuerdo bien de esto, me he dicho, y he salido derecho hacia la librería a por la enciclopedia para subsanar la falla, para tapar el agujero, por prurito profesional. Nada más abordar el tema me he dado cuenta, sin embargo, de que para ciertas cosas empiezo a tener la mente plana. La vista tampoco funcionaba mejor. A medida que iba hojeando la obra, las páginas llenas de figuras, gráficas y fórmulas me atosigaban, experimentaba esa sensación como de interminable resbalón por la pendiente. Me sentía como si fuera un lego en apuros ante una página de matemáticas indescifrables. Para buscar acogida he recalado en la sección de ecuaciones diferenciales y ahí he podido comprobar que de lo que un día supe y manejé con cierta solvencia quedaba ya muy poco. Aceptaba con alivio, como si fueran una obviedad, las explicaciones del texto, y me congraciaba mentalmente deteniéndome en los ejemplos y los ejercicios resueltos. Aquello me ha dado ánimos y, al venirme así arriba, he creído conveniente hacer un poco de terapia. Así que, a fin de mantener la mente a punto y en su estado juvenil, me he preguntado si no sería bueno probar suerte con algún problema de fuste, como para recuperar el nivel. Es así como he aterrizado en la web de la revista canadiense Crux Mathematicorum. No era desde luego la primera vez, pero probablemente hoy la ilusión me ha jugado una mala pasada y he tenido un exceso de confianza. La Crux ofrece en cada número una colección de problemas «elementales» bastante jugosos. He ido revisando los de una lista de uno de sus números hasta encontrar el que parecía más de mi gusto y aparentemente de mi medida. Lo he intentado, pero después de un buen rato he empezado a comprender que estaba bastante perdido. Había pedido lo que podríamos llamar el «punto», esa intuición que te permite ir derecho al meollo del problema. Como digo, las tentativas han sido múltiples, por lo que la sensación final de revolcón ha sido considerable. Para colmo he ido a la solución que se presenta en un número posterior de la revista y ahí, viendo el verdadero nivel del reto, me he sentido profundamente humillado. Bueno, a pesar de todo lo seguiré intentando. Dicen los especialistas que estos revolcones son buenos, que ayudan a conservar el nivel cognitivo y son mano de santo de cara a refrescar y oxigenar las neuronas. Será, pero de momento mañana será otro día... En fin, todo ha sido un poco cruel. Me siento verdaderamente crucificado y lo peor es que he elegido mi propia cruz.

martes, 26 de octubre de 2021

Noche y día

Días anodinos desembocan en noches radiantes. Llegan los espectadores. Unos contemplan estremecidos el ritmo al que la vida se consume, otros saludan maravillados el milagroso espectáculo de la creación.

lunes, 25 de octubre de 2021

Alerta

Cuídate peregrino, no sabes qué clase de luz te encontrarás en el camino.

Vértigo y depresión

Puede que ayude a explicar algunos de los males que afligen nuestra mente, justo esos que surgen cuando vemos enturbiadas nuestras pretensiones y arruinados en su caída nuestros deseos, lo que contaba el profesor LeBrasseur a Jean van  Leyden desde lo alto de la torre de la catedral de Estrasburgo. Sabemos, no obstante, que cualquier explicación de males tan antiguos como la languidez, el decaimiento, la melancolía o la depresión, aun siendo requisito, nunca es suficiente garantía de que puedan ser extirpados, ni siquiera paliados. La medicina pone a lo sumo nombre a situaciones y congojas, busca remedios en fórmulas que regulan o aplacan la conducta y, si te pones por completo en sus manos, hasta se apropia de tu cuerpo para ejercer un gobierno que se dice interino. Lo cierto es que, a pesar de lo que la intervención promete, suele ser incapaz de proyectar esos males sobre la pantalla en que podemos encontrar la verdadera explicación. Sucede, entre otras cosas, que cada época da pie a que esos males se manifiesten en su propia y peculiar versión. El ansia de vernos en lo más alto, aunque no siempre sea para dominar el mundo sino para saber cuál es nuestro sitio en él, no admite resignación. Sentir la pérdida de ese horizonte es tanto como sentirse cuesta abajo o, peor aún, en caída libre. De este mal de altura tan típico, que bien puede ser visto como la enfermedad anímica más persistente y universal es de lo que hablaba LeBrasseur a finales del XVIII al referirse a la medicina venidera.
«Ya no trata de esta o de aquella enfermedad, sino del principio de la enfermedad en sí, del desgarro que se produce en la vida de los sujetos que construyen las torres. El que tanto se eleva ha de tener problemas a ras de suelo. El que tanto quiere subir siente que la madre tierra se abre bajo sus pies como un abismo espantoso. Síntomas de altura y nada más que síntomas de altura es lo que tenemos que tratar. El nuevo arte debe rescatar de su pasmo de triunfo al ciudadano refugiado en la altura y deformado por la cultura, y situarlo en una naturaleza más rica y amable. Para atajar el mal de altura tenemos que cavar pozos en su existencia física. Tenemos que hacer descender de nuevo esa arrogancia que luchó por elevarse y para ello tenemos que recurrir a todos los cantos de sirena de las profundidades, a todas las promesas de placer de la costumbre. [..] Y lo que habría de ser más beneficioso les parecerá una exigencia inaudita a nuestras almas elevadas que con tanto esfuerzo subieron, melancólicamente enamoradas de sus ansias de grandeza y superación, yertas por el esfuerzo, rígidas por su afán de mantenerse aisladas, trémulas de superioridad.» (Peter Sloterdijk, El árbol mágico, 1985, p. 47). 

domingo, 24 de octubre de 2021

Sin precedentes

Es algo así como el momento virgen. «Asistes, amigo, a lo insólito. Nunca se ha dado y quizá nunca se vuelva a repetir lo que ahora ves». Esto es lo que prometen, pero la historia es recurrente. Los ciclos superan con mucho las previsiones lineales, son de período irreconocible y ante todo desprecian el flaco poder de la memoria. Lo nunca visto no existe, al menos en la conciencia humana. Sólo hay que escarbar un poco y los anales te mostrarán que llevas dentro los viejos patrones de la infamia. Hay que aceptarlo, pero saberlo produce escalofríos.

sábado, 23 de octubre de 2021

¿Con quién hablo?

—Te puedo decir que estoy aquí, pero hace falta que me creas.
—Y si no te creo, ¿es que no estás ahí o que no me puedes decir que estás?
—Si no me crees, lo único que quedará en claro es tu falta de fe.
—Mira, podría tener fe en lo que oigo, pero sólo estarás ahí si te veo.
—Así que sigues creyendo que no estoy aquí. ¡Qué extraviada anda tu fe!
—Yo sólo digo que tú puedes decir que estás sin estar realmente.
—¿Y por qué no puedo decirlo si me estoy palpando las mollas?
—Tú te palparás lo que quieras, pero yo necesito al menos tenerte ahí delante.
—Ya, una imagen, eso es lo que necesitas.
—Hombre, eso me ayudaría a creer.
—Pues bien, me cuesta poco mostrarte una imagen de que estoy aquí.
—Ya, pero no tengo por qué creer que estás ahí ahora mismo.
—¿Piensas que te voy a engañar con una imagen de ayer?
—¿Por qué no? Puedes mostrar, luego puedes decir y desde luego puedes engañar...
—Por poder puedo, pero si no crees en lo que muestro ni en lo que digo, ¿por qué sí crees que te engaño? 
—Te lo he dicho, porque no te veo ni te siento ahí presente.
—O sea que sientes que estoy ausente y me tienes por una falsa presencia.
—Me parece que te apresuras un poco a decir lo que siento.
—Vale, pues resumo: yo estoy aquí, pero tú no me crees porque no me sientes.
—Tampoco es cierto que no te crea sólo por eso.
—Entonces, ¿por qué no me crees?
—Pues, qué sé yo, porque no me llegas, porque no percibo tu aliento.
—Vaya con el que no se fía de las imágenes y ahora dice que no me cree porque no percibe mi aliento? ¿Qué piensas que hablo sin respirar?
—Te puedo imaginar hablando, pero eso no quiere decir que estés exactamente ahí.
—Bueno, vamos progresando. Me imaginas.
—Sí, pero es como si no estuvieras en un sitio concreto y tampoco pudiera concretar este momento.
—Me haces sentir como una especie de fantasma espacio-temporal, pero ¡estoy aquí!, aunque no me veas, aunque no me sientas, aunque sólo sea para ti un parlante virtual.
—Parece que te ha trastornado un poco verme tan escéptico. Pero yo creo, creo sobre todo que tienes desmedida fe en que eres alguien que está ahí hablando ante todos nosotros.
—Es que si soy capaz de decirlo es porque de hecho estoy...
—No quisiera herir tu sensibilidad, menos aún rebajarte, pero sólo puedo imaginarte como algo prácticamente volátil, como un espíritu vagabundo.
—No, por favor. Y además vagabundo.
—Pues sí y es mejor que te conformes o, si no, dame una prueba de que estás ahí.
—¿Una prueba?
—Vaya, me ha colgado otra vez. Siempre tan terminante este genio telefónico.

viernes, 22 de octubre de 2021

El analista pro

Digamos de entrada que el analista pro, el que hoy navega a sus anchas por las ondas y despacha con autoridad en las tertulias no pasa de ser un intérprete. No estamos ante alguien con discurso propio sino ante una figura más bien oracular. Tal y como él la ve, su misión no es otra que transmitir al vulgo común lo que éste, cegado por la ignorancia, no consigue ver. Es complicado, comentan afligidos, hacer notar a alguien ajeno a la comunicación, desconocedor de las virtudes del oráculo, que la comisura de los labios, por decir algo, puede ser en un ministro del gobierno un dato de extrema importancia, no ya por la babilla blanca que, seca o líquida, ahí se le acumula, sino por el alza o la caída que le marca el gesto en el curso de sus farragosas exposiciones. Como éste son muchos otros los datos sobre gestos, hábitos o vestidos que el intérprete retiene por su enorme trascendencia a fin de calibrar intenciones y comprender adecuadamente el punto de vista del analizado. Puestos a decir, no tienes más que ver la singular importancia que, en el caso femenino, tiene el color de su atuendo y el día de la semana en que lo visten, datos mucho más significativos, por cierto, que su signo del Zodíaco, porque del signo sólo se extrae una conclusión, siempre algo aventurada, pero en la vestimenta siempre se puede interpretar y decir algo jugoso. Y es que en esto consiste básicamente el correcto oficio del analista-intérprete, en sacarle el jugo hasta las piedras, que por otro lado aparecen en abundancia entre la gente de respeto y siempre en mayor medida de lo que el sufrido analista querría. Son los repetidos reveses acumulados por su experiencia los que les van aconsejando no centrar demasiado el análisis en lo que esa gente declara, porque generalmente sus palabras carecen de relieve, son tonterías guiadas por la conveniencia. Se han dado cuenta de que es mejor aprender a leer el mensaje que ofrecen, prácticamente sin darse cuenta, en aquellos lenguajes donde se manifiestan de un modo mucho más espontáneo. Así que, en vez de llenarse la cabeza, como el analista retro, con voluminosos informes y rastrear interminables tablas de valores, tareas estas que hacen perder mucho tiempo, el buen intérprete recurrirá a instrumentos novedosos y directos como, por ejemplo, los recientes mapas de arrugas de la cara. Se trata de una técnica absolutamente fiable, desarrollada por la American University of Seychelles, gracias a la cual el intérprete experto puede llegar a descubrir calladas verdades que los portadores de esos pliegues nunca manifiestan con palabras. Nos queda la impresión de que hasta hace unos años importaba en demasía el texto, pero hoy se sabe, gracias a estos instrumentos, que lo que al final realmente importa es el gesto. En un contexto analítico general, a técnicas como ésta las podemos calificar de análisis detallado, pues estas pruebas psicofaciales son consideradas ya un indicio indiscutible no tanto de las ideas como de —y esto es lo importante— las próximas reacciones y decisiones del sujeto. Además, a nadie debería preocuparle tanto su validez, pues organismos como la prestigiosa universidad citada lo avalan. Ha pasado a considerarse, por tanto, tan probada y compartida su fiabilidad para detectar intenciones que bien podría ser situada a la misma altura con que las pruebas fisiológicas de orina y sangre detectan patologías. Un ejemplo cercano, de ayer: el analista ha detectado que el ministro apenas reía, que un rictus de profundo desagrado le desfiguraba el rostro. El intérprete vio ahí una señal de que la lenta digestión del último banquete y una profunda congoja propia de la edad unidas a su conocida crisis matrimonial le forzaron a tomar la precipitada decisión que su portavoz horas después anunciaría. Hoy, por el contrario, el ministro sonríe desahogado tras pasar una noche en compañía placentera, al menos eso es lo que denota claramente su rostro relajado, terso y resplandeciente, de lo que el analista deduce y adelanta al público que quizá hoy haya despertado con otro talante, piense de otra manera y derogue el decreto ayer anunciado. De no haber habido un intérprete bien preparado en estas nuevas técnicas de análisis la realidad más real se nos hubiera escapado y nadie hubiera presentido el giro de los acontecimientos. Al final, todo esto viene sirviendo para redefinir la tarea del analista, que no será, como solía, juzgar hechos pasados sino adelantarse, como analista pro, a presentarlos tal como lo hacía en su tiempo el oráculo, esto es atendiendo a las inequívocas señales mostradas por los actores más relevantes, por los que circulan por lo más alto.

jueves, 21 de octubre de 2021

Tartazupe, otra vez


Hay bosques inmemoriales que difícilmente admiten lectura, al menos no más allá de las especies que lo componen, de los ejemplares singulares que albergan y de las leyendas que corren por sus caminos. Hay otros, sin embargo, de lectura más entretenida, donde el pulso se mantiene aún firme. A algunos de estos los he visto evolucionar a lo largo de los años. Los conocí, por así decir, como jóvenes ambiciosos y hoy los vuelvo a ver pero ya como personajes talludos. Me pregunto si de verdad puedo ir tratando a un bosque como si fuera un personaje. Francamente no lo sé, pero sería incapaz de negarle a muchos de ellos su carácter. Nos hemos paseado esta mañana por Tartazupe y he tenido la impresión de reencontrarme con un viejo conocido. Podría rebuscar por ahí, entre mis papeles, y dar con la fecha exacta de nuestro primer encuentro. Supongamos que fue hace unas tres o cuatro décadas. El bosque era entonces más joven y yo también. Lo recuerdo como un pinar compacto, de pequeñas alturas, cubriendo con un verde manto las discretas lomas al Este del paso de Ataburu, donde los caminos a duras penas se adivinaban y las zarzas lo entrampaban a uno con facilidad. De aquel primer recorrido no recuerdo mucho, sólo que me fui guiando hacia las alturas por la cresta que daba vista al soleado valle de Juslapeña. Buscar la cima en el zarzal, que era por entonces mi objetivo, fue tarea imposible. Recuerdo, eso sí, que quedaba por allí una alta palomera como señal de otros tiempos en que las bandadas aún pasaban y las vistas hacia el Norte eran más amplias. En otra visita posterior, recuerdo, continué con la travesía y descendí ladera abajo por terreno abierto hasta alcanzar la regata que me conduciría a Eguaras en Atetz. En lo que se refiere a la cima no había esta vez grandes novedades. La cima seguía escondida entre altos pinos y defendida por una maleza inexpugnable. En ese punto las cosas poco han cambiado: desaparecida la palomera, las zarzas siguen donde estaban. En otras zonas, sin embargo, el tiempo ha trabajado más consecuentemente y ha abandonado la cerrazón de antaño. Los pinos alcanzan tamaños importantes y dejan a sus pies espacios más amplios que vienen siendo ocupados por coscoja y roble, todavía de pequeño porte. No obstante, hay una evidente transición en marcha hacia un bosque más variado. Hasta un bonito ejemplar de arce y unos cuantos avellanos he visto. Algún arañón aún quedaba, moras ninguna. De los rosales que flanqueaban el camino quedaban visibles los rojos escaramujos. Pero lo más vivaz y vistoso eran las blancas clemátides cuyas largas barbas blancas lucían enredadas alrededor de los espinos. Estas combinaciones son curiosas: uno no sabe si están animadas por la abierta competencia o por una amistosa coexistencia. Visto en conjunto, cuando se nos han abierto las perspectivas, hemos conseguido descubrir al personaje que se oculta tras el bosque. Ha alcanzado cierta madurez, lo que le aporta innegables e interesantes matices. Si en otro tiempo los tuvo, no fui capaz de apreciarlos. Hoy era sobre todo un bosque otoñal, cargado de colorido, esparcido entre azules, ocres, verdes, amarillos y marrones. Es también un bosque complejo por la gran variedad de especies, lo que no le impide dar muestras de cierta armonía tras haber encontrado con los años espacio para todas. Con todo, lo más significativo de su carácter es el orgulloso celo con que guarda oculto su punto culminante. Pese a su discreta cota, tan reducida que no le permite exhibir cabeza, cuenta con ese secreto foco, defendido por una vegetación frondosa y hostil, desde el que divide aguas y ordena laderas. Por otro lado, cómo negarle presencia al personaje si para la visita el bosque ha comparecido vistiendo la montaña con lo mejor de su armario, con ese ropaje teñido de contrastes y de una elegancia madura.

miércoles, 20 de octubre de 2021

Ese libro que te busca

A medida que se abren al mundo, las páginas de ese libro intentan leer amistosamente cómo nos viene tratando la vida. Calladamente nos sondean mientras sentimos cómo van cogiendo vuelo entre los dedos. En ocasiones se da y es siempre en uno de los momentos más críticos. Algo se condensa con tormentoso rigor como si unas nubes atraparan nuestras más sensibles luces y siguieran su camino, empujadas por el viento dominante, hasta que de repente las palabras acaban por precipitársenos dentro de manera torrencial. Es el curso tortuoso de ese caudal el que va dando precaria forma a nuestro ánimo, el que aspira a poner nuestra vida en vilo. Cuando la temporal amaina y esa misma página vuelve a mirarnos, podemos imaginar que nuestras emociones han quedado en ella estampadas, que nuestra memoria sigue viva en esa huella encriptada. Confiamos que de todas esas lágrimas quedará lectura. Queda por ver cuándo surgirá otra página semejante, cuándo ese perenne ojo, que el libro siempre oculta, leerá otro momento crítico, otro  de esos instantes en que la emoción despunta.

martes, 19 de octubre de 2021

El rumiante

Uno sólo llega a sentir la necesidad de escribir cuando se ve como un personaje de ficción, cuando consigue dejar de ser real y se aleja de sí mismo. Es entonces, al pasar a imaginarse en un entorno ficticio, cuando empieza a ser capaz de revelarse como personaje y de llevarlo  al papel, describiendo sus posibles reacciones ante otros personajes a los que mueve como fantasmas ilusorios y a los que tan pronto examina con tacto como juzga con crudeza, en un ejercicio manipulador a medio camino entre la restauración y la aprobación de uno mismo aupado por el mundo que se ha figurado, ejercicio que le permite quedar absuelto en el mundo que le toca realmente vivir.

lunes, 18 de octubre de 2021

Calibrando peligros

Funcionamos con la memoria de los dinosaurios. Quizá por eso seguimos más pendientes de si cruza nuestro cielo un meteorito fatal que de los diminutos virus que se nos cuelan por todas partes. En esto de los peligros, el tamaño parece que también importa.

Nueva norma

Te falta frescura. Faltan los errores. Sin altibajos tu trayecto carece de vistas. Sin pisar barro no te pegas al terreno. Sin fallos de nada valen los aciertos. Prueba a meter la pata, luego la sacas y, si aún está entera, la enseñas bien manchada y sigues tu camino tan fresco.

domingo, 17 de octubre de 2021

Nos quedará esta foto

Un ciervo enamorado de un roble en Richmond Park, Londres
Mark Rowe/Caters News, The Guardian, 2021

La luz se difumina tras el ocre y los grises. Lo
s arbustos, los helechos, las hojas y la hierba, que se adivinan diluidos en esa completa gama de verdes, componen un fascinante telón de fondo. Delante están, cómo no, los actores protagonistas: el ciervo y el roble, como si estuvieran entregados el uno al otro. El árbol entrega su airosa rama y el animal se aúpa ansioso hasta alcanzarla. Eso es todo. No hay momentos irrepetibles, pero, si la repetición de éste tiene que llegar dentro de cien años, podemos darlo ahora por inolvidable y aprovecharlo. Y podemos, sobre todo, considerarnos afortunados de verlo como algo propio aún de nuestro tiempo, no como una de esas frías imágenes traídas desde el pasado. Al menos esa sensación de frialdad es la que siempre tengo cuando veo algunos documentales. Hay calor, pero también hay más. Por mucho que la estética, tan preciosista y equilibrada, lo adorne, aquí el escenario está en peligro, es un espacio cambiante y nadie, a decir verdad, sabe cómo concluirá este drama. Que el Parque Richmond es una reliquia, que aguanta como una isla en un entorno absolutamente urbanizado, no deja de ser preocupante. No sabemos cuánto durarán ahí los ciervos, ni tampoco los robles, rodeados y asediados todos ellos por la civilización circundante. ¿Hasta cuándo merecerá respeto ese coto? ¿hasta cuándo durará el privilegio regio? ¿hasta cuándo seguirá sin que asome por una esquina el interés urbano?

sábado, 16 de octubre de 2021

En la orilla

Ando un poco perdido en el mundo actual. Es como si me faltaran referencias recientes, casi todas las que manejo son ya bastante añejas. No es de extrañar que lo que pueda decir, por activa y por pasiva, de palabra o por escrito, en vez de interesar, suene a humo, humo que veo elevarse en retorcidas volutas, humo que una simple ráfaga temporal se lleva. Oigo al tipo ése, al Tangana, por decir uno, y me deja igual, o sea frío. Veo en la tele, en pequeñas tomas, las ocurrencias acrobáticas de la última compañía de ballet contemporáneo y no me dice nada. Con las historias audiovisuales que dan, de Netflix y tal, me pasa un poco lo mismo, o no las pillo o no me interesan. Quedaría como un pedante redomado si digo que me interesa más El Criticón de Gracián, pero no hay problema por ese lado, no es verdad. Lo que pasa es que son pocas las cosas que me sacan de mí, que me conmueven, que me avisan de que un mundo ahí fuera espera. Porque aún me espera, o eso espero al menos...

viernes, 15 de octubre de 2021

El mejor horno para mis ideas

Cazadores. Uno se siente absolutamente vulnerable ante el gran depredador. Atrapar mariposas en los prados, coger setas en el bosque o simplemente pasear puede ser un experiencia inquietante en cuanto suenan cerca los disparos. Cuando te cruzas con ellos, armados con la escopeta en la diestra y aguantando el walkie-talkie con la derecha, esperas que por lo menos no te fulminen con una de esas miradas torvas, reviradas, salvajes. Tú puedes caminar tan ricamente por el camino y ver cómo de repente sale del follaje uno de estos completamente pertrechado y en traje de camuflaje. Si entre sus aparejos solo está la cartuchera y el morral aún te puedes dar por salvado, pero si en la mochila que carga adivinas la forma de la botella o, peor, si le cuelga del hombro la bota, ponte a temblar. Las estadísticas dicen que los encontronazos entre el primitivo cazador-recolector y el paseante peripatético han sido históricamente escasos. Puedo añadir que, hoy allá arriba, marchando junto a las palomeras de Beltzunegi, todo ha transcurrido sin novedad reseñable. 
Al fin y al cabo para ellos, en el coto, somos poco más que insectos molestos. Desde siempre el cazador por el que más amenazado se siente es por el ganadero, que le puede, sin embargo, tolerar sus desahogos si van contra las alimañas del tipo lobo o zorro. Al jabalí y el ciervo les tiene suficiente aprecio como para aliarse con el cazador y sacar de esa caza buen provecho. Quizá porque los agricultores los tienen más lejos, me refiero a los cazadores y a los jabalíes, los ven con bastante buenos ojos, mejores de hecho que los ojos con que miran a los ganaderos, tan ávidos siempre de fuentes, de regatas y de grandes prados. Evidentemente los últimos en la escala, muy lejos ya del suelo real, somos sin duda los paseantes, unos oportunistas que vemos todo lo que hay más allá de las puertas de la ciudad como si se tratara de un parque gratuito en el que decimos encontrar solaz, equilibrio y terrible sosiego gracias a la dudosa paz que ahí se respira. No sé si mencionar a los que se mueven aún más arriba, en lo más alto de la escala, en ese lugar cercano al cielo donde los vientos hacen temblequear el andamio en que suelen andar subidos. Son gentes hechas a otear panoramas, las cuales cuando se lanzan cuesta abajo se cuelan por toda clase de sendas y caminos. Los encontrarás con su última ocurrencia, casi ardiente, en los labios, convertida a fin de no olvidarla en un insistente sonsonete, en una especie de cantinela mental. Aun así, aunque yo mismo baje trinando maravillas, a veces me pregunto: ¿Ayuda de verdad a hornear nuevas ideas un paseo por el bosque? La respuesta, a pesar de los cazadores, es sí, ayuda.

jueves, 14 de octubre de 2021

El arte del diseñador

Apuntando a la historia, decía el diseñador gráfico Alberto Corazón: «El punto de partida del diseño como profesión estuvo provocado por la Revolución Industrial, que transformó nuestra realidad natural en un entorno de objetos y signos». 
Mosaico con logotipos de Alberto Corazón
No cabe duda de que hoy por hoy el poder visual que aportan las imágenes es enorme. A través de ellas, esa realidad natural de la que habla Corazón puede ser manipulada, reorganizada y, en alguna medida, dirigida. El diseño gráfico parece actuar en esa dirección y puede ejercer ese poder al incorporar a las imágenes otro factor, el referencial, que es el que las convierte en símbolos. Con ellos ya no se busca un reflejo directo de la realidad, sino que se crea un universo simbólico desde el que pasamos a referirnos a algunas de sus organizaciones medulares, generalmente instituciones o empresas. Estoy hablando, obviamente, de símbolos corporativos, de referencias gráficas destinadas a operar en toda clase de contextos con el fin de aludir a esas instituciones y servirles, en cierto modo, de representación en el mundo de los símbolos. Para el observador el éxito o fracaso de la referenciación depende del impacto que estos provoquen, o sea de ese poder visual al que antes hacía mención. Es lógico pensar que la creación de este tipo de símbolos corporativos exige un profundo conocimiento de cómo funciona un universo simbólico, pero también de la mecánica referencial. 
El primer ejemplo del nivel de desarrollo que puede alcanzar un lenguaje simbólico lo tenemos en el libro. Partiendo del alfabeto como juego de  símbolos inicial, podemos ver la sorprendente capacidad de representación que se consigue mediante la combinación y la replicación de las letras. Esa capacidad es tan poderosa que permite trasladar en buena medida lo que antes se venía expresando con el lenguaje oral. Podemos pensar que, como el alfabeto, existen múltiples lenguajes gráficos posibles cuyo alcance y funciones de representación de la realidad están aún por determinar. Su desarrollo no es tarea exclusiva de los diseñadores o, mejor, de cualquier diseñador. Para que ese lenguaje gráfico tenga cierta proyección e incida en el curso de la realidad, es preciso que el autor de los grafemas esté dotado de una inteligencia peculiar que bien podríamos llamar inteligencia visual.
Sin ser experto en el tema voy a atreverme a presentar, confiando no errar demasiado, algunas características propias de esa inteligencia. No puede faltar de entrada la sencillez, que es tanto como la economía de medios en orden a lograr la fácil visibilidad de los símbolos. Además, por la propia naturaleza de los símbolos, estos deben de tener profundidad referencial, esto es, alcanzar sin equívocos ni  mayor problema el objetivo a representar. Por último, el nuevo símbolo debe tener suficiente versatilidad y claridad como para ser combinado con otros juegos simbólicos (particularmente alfabético y numérico) para que en el universo simbólico resultante quede reforzado el mensaje que estos transmiten. Seguramente podría añadir algunas características más, pero éstas tres, sin pretender ser exclusivas, ya me parecen suficientemente significativas.
No obstante, hay un aspecto que no he recogido por parecer obvio, pero que estimo también importante de resaltar. Para que el diseño tenga impacto, además de operativo y funcional, debe ser atractivo. Esto exige del diseñador que tenga madera de artista. De esa madera estaba sin duda hecho el citado Alberto Corazón. Buena prueba de ello es la ingente obra gráfica que podemos ver aún reflejada en numerosas portadas de libros y en logotipos emblemáticos de importantes empresas e instituciones. A veces da la impresión de que, aunque sea exitoso, el diseño funcional es tan esquemático que no se aviene bien con la estética. Puede que la riqueza expresiva de un lenguaje simbólico sea una ganancia bajo fórmulas discursivas, es decir cuando se va hacia el análisis. Sin embargo, cuando se quiere operar, se requieren fórmulas simbólicas en las que encuentre síntesis inequívoca el objeto de referencia. Elegir en una actividad o institución el factor o el rasgo más significativo requiere perspicacia, pero presentarlo con claridad, originalidad y algo de fantasía requiere arte. Ese arte se educa, pero da mejores frutos donde hay predisposición. Supongo que cuando uno se ve con destreza y virtudes de artista el diseño es una forma artística menor donde los condicionamientos son un impedimento a la libertad de creación. 
Manifiesto, Alberto Corazón, 2011
Aun así, hay gente cuyo arte consigue superar esos condicionamientos y cuyos diseños sacan a la luz un espíritu absolutamente creador. En su carrera profesional de diseñador, muchos no tienen ocasión de mostrar ese potencial libremente, pero otros sí que llegan un día a permitírselo. Este ha sido el caso de Alberto Corazón. Cuando prácticamente lo había demostrado todo como diseñador gráfico, con una obra inmensa a sus espaldas y como creador de un estilo y escuela propios, aparece el artista plástico para vivir una nueva dimensión menos ligada a su oficio y más directa expresión de su forma de ver y sentir el mundo. Es de suponer que esta veta artística estuvo ahí siempre y que en sus diseños surgía matizada, pero es en las exposiciones de su obra gráfica de sus últimos años donde hemos podido reconocer y valorar su calidad como artista. Sería impropio intentar analizar en este breve comentario esas obras. Tampoco lo voy a hacer con las dos que aquí presento como muestra. Si les doy entrada es para que conste la importancia y el reconocimiento que merece esta faceta, quizá no tan pública, de Alberto Corazón.
Como pavesas encendidas en medio de la tormenta, A. Corazón, 2010


miércoles, 13 de octubre de 2021

El falso caleidoscopio

Cuando el discurso va haciendo quiebros, degenera fácilmente en ampuloso y tiende a crear múltiples recovecos verbales. Normalmente sirven estos de madriguera a simplezas, pero son presentados por el ponente como origen de una visión poliédrica sobre algo sustancial, en la que, según viene a decir, se dejan ver aristas sumamente interesantes y agudas. Con ellas bien afiladas presume de diseccionar la realidad en vivo. A todo esto habla sin parar, siempre zigzagueando, siempre con mucho escrúpulo y falso tino, como quien tira de escalpelo para mostrar el meollo final, hasta que la realidad, exhausta, pierde entre sus abundantes palabras el pulso y, en definitiva, cualquier sentido.

martes, 12 de octubre de 2021

Libertad: demasiadas mayúsculas

Leo en una entrevista al filósofo germanocoreano Byung-Chul Han lo siguiente: «Solo un régimen represivo provoca la resistencia. Por el contrario, el régimen neoliberal, que no oprime la libertad, sino que la explota, no se enfrenta a ninguna resistencia. No es represor, sino seductor. La dominación se hace completa en el momento en que se presenta como la libertad». La cursiva me permite señalar una conclusión bastante significativa por lo que tiene de actual. Cuando escuchamos en boca de ciertos políticos lemas como «Comunismo o libertad», «Tribalismo o libertad», «Libertinaje o libertad», entendemos claramente que la libertad se ha convertido en un concepto de uso reversible. Esas oposiciones, o dicotomías, constituyen un ejercicio de apropiación de ese opuesto óptimo. A fuerza de presentarla en oposición, la libertad surge como un baluarte intelectual desde el que se gana ventaja para la defensa lo propio, pero siempre en desprecio de cualquier ilusión compartida. Nadie niega legitimidad a la defensa de lo propio, donde puede haber más discusión es en la acaparación de recursos necesaria para dar expresión social a lo propio. El filósofo apunta con acierto a la seducción personal como modeladora y a la vez vehículo de esa concepción de libertad donde encuentra realce lo propio. La seducción, tal y como la vamos conociendo, va dando forma, en nombre de la libertad, a ilusiones individuales, que, cuando no conducen a la dominación de los demás, suelen ser adocenadas, casi miméticas y socialmente irresolubles. Esto le lleva a concluir en La expulsión de lo distinto, otro de sus ensayos: «El neoliberalismo es cualquier cosa menos el punto final de la Ilustración [..] La libertad de la que hace gala el neoliberalismo es propaganda. Lo global acapara hoy para sí incluso valores universales». Lo cierto es que, a través de los medios, favorecida por las corporaciones y secundada por los gobiernos que ven en el bienestar económico su único programa, su idea de libertad está encontrando un altavoz mayúsculo. Además, gracias al aura que envuelve a la libertad desde los tiempos de la Ilustración, aura conseguida no sin grandes sacrificios y sangrientas revoluciones, la libertad aún sirve como atractivo imán, pues es vista con razón como el valor supremo, aquél con el que cobra sentido la dignidad personal. Sin embargo, esa dignidad, que sirvió en su día de santo y seña y condujo a la declaración de los derechos humanos, pierde prácticamente su sentido si no es compartida en un régimen social de igualdad. Ahora bien, no es ése el régimen que los neoliberales proponen. Lo que proclaman, obviando el paso por la dignidad, es que la libertad es fuente de beneficio personal, e indirectamente social, para quien explota eficazmente su individualidad, y eso aunque su libertad y su beneficio se vean aupados gracias a un entorno absolutamente indigno. El individualista llama a esa actitud, teñida de beneficioso narcisismo, una conducta liberal. Pero hablar de conducta liberal sin definir qué libertad se defiende es como no decir nada. Con la idea de liberalidad que hoy circula, tan vinculada a la de libertad individual, se propugna una línea de conducta cuyos efectos sociales son muy dispares. Podría decirse que, mientras con la mano derecha se actúa sin miramiento y se practica la agresión, con la izquierda se exhibe la importancia de saber poner la cataplasma. No es posible presentar actitudes tan contrarias como una conducta coherente, así que no creo que exista esa conducta liberal. Además de sumir a la libertad en la contradicción, otro rasgo de esa liberalidad, en el que se ve claro su propósito seductor, es que intenta venderse como transigencia, cuando es también, y a veces sobre todo, desentendimiento. En su nombre se admite, por ejemplo, la diversidad cuando realmente ésta se divisa desde un sitial social apenas accesible, cuando nada compromete esa posición. A la aversión casi metódica al compromiso se le llama ahí «escrupuloso respeto», por entenderse que cada cual debe servirse de sus propios recursos, de aquellos de los que es poseedor para llevar adelante sus propias fantasías. El liberal cree que la secuencia fantasía, proyecto, financiación, recompensa rige de igual modo para todos y que estos ejes, además de favorecer la realización personal, sirven para que la sociedad sea más justa y democrática. No niego el progreso, pero no creo que esa vía de desarrollo personal esté realmente al alcance de todos. Por eso no creo mucho en esa clase de liberalidad y me infunden serias sospechas las declaraciones de los neoliberales actuales. En resumen, pienso que antes que la capacidad de seducir para acabar proyectándose sobre los demás está la de pensar en la suerte de todos ellos. Es  esta última capacidad, tan necesaria, la que personal y colectivamente nos puede hacer libres. 

lunes, 11 de octubre de 2021

Al regresar del mar

Si te las das de profundo, no nos digas luego que tú sólo navegas.

La sensación

La sensación nos dice que avanzamos, pero no dice hacia dónde. La sensación nos acompaña más allá, pero nos obliga a ir solos. La sensación nos sorprende extraviados, pero no nos señala destinos. La sensación crece mientras despertamos, pero disuelve los horizontes. La sensación nos sirve de tónico, pero nos hace demasiado absorbentes. La sensación rehúye los finales, pero por el camino nos posee.

domingo, 10 de octubre de 2021

El rango astral

Cumplir años no es desde luego cumplir una obligación, es simplemente dar por cerrado el ciclo anual y entrar en otro nuevo. En el caso de los años el cumplimiento nos es ajeno, porque no se trata de un ejercicio voluntario. En realidad no es cosa nuestra, es asunto de los astros, quizá el único asunto suyo que verdaderamente incide en nuestra vida de forma clara y podría decirse también que bien contundente. Sin embargo, nos hace ilusión creer que desde aquí abajo gobernamos nuestra edad, que los años tienen un valor menos cronométrico del que parece y que el interés astral, o sea esa disposición de los astros a tutelar nuestra órbita, acelera o decelera la velocidad con la que acabamos por cumplir nuestros ciclos. Y así, aunque la realidad del calendario diga que tenemos x años, si los astros nos son favorables, puede que nos sintamos como con x-20, mientras que, si estos nos son funestos, podríamos estar soportando ya los x+20. Vale, pues, el dicho que dice «de ilusión también se vive». Y añado «o se malvive».

sábado, 9 de octubre de 2021

Cultura y estilo de vida

Hay combinaciones que resultan extrañas. Viene a cuento del título otorgado por un periódico importante a una de sus secciones. «Cultura y estilo de vida», dice. No sé, no estoy seguro de que la cultura guíe nuestra vida, a menos que la convirtamos en algo mucho más ligero, casi delicuescente, como el estilo. Olvidémonos de las artes, que hasta hace no mucho servían de patrón cultural, y del viejo y tonto afán de descubrir entre las formas la belleza, y admitamos a continuación que la belleza es algo mucho más cotidiano, que está a pie de calle, algo que podemos crear sin más que inventarnos un estilo propio o al menos creer que también es nuestro el que vemos impuesto por doquier. Puede que ese estilo de cultura sea cambiante y que proponga una belleza, pero probablemente nunca será compartida ni universal. Quienes poseen un estilo creen ver en él una cultura, que no dudan en sentir como suya hasta convertirla en muestra de su personalidad. Sin embargo, esa muestra, casi siempre borrosa, es más bien prueba de que su poseedor se ha adentrado en un proceso disolvente, carente de referencias formales, y de que se ha dejado llevar a una cultura homogénea, de formas tan abusivamente reproducidas que además resulta estéril. Creyendo ser diferente, acaba por dejarse ver y comportarse como uno más. Su estilo resiste intacto, pero navega, sin él saberlo, a donde lo lleva la corriente cultural general

viernes, 8 de octubre de 2021

Terror y sosiego

Ha cambiado bastante Roncesvalles desde los tiempos en que acampábamos de chavales a orillas de la regata Arrañosín en el paraje de Soroluzea. El bosque que entonces nos rodeaba y por el que nos internábamos sin temor y sin mucho tiento era como de cuento, con cabañas misteriosas, carboneras humeantes, personajes truculentos y algún que otro animal despistado. Estaba lejos de saber que aquel llano pudo ser el escenario de batallas memorables, que junto a la regata discurría el iter XXXIV de Antonino que se dirigía al poblado romano de Turissa y de que poco más allá, por el siguiente barranco, que descendía de Ortzanzurieta, bajaban las aguas de la regata Basajaunberro. No nos imaginábamos entonces que nuestras tiendas de campaña tal vez estuvieran acogidas a la protección del señor del bosque, del mítico Basajaun. No obstante, tuvimos, hasta donde recuerdo, algunos momentos de crisis, por no decir de pánico, en concreto cuando una noche una tormenta veraniega descargó una lluvia torrencial acompañada de tremendo aparato eléctrico. Acurrucados y con el agua corriendo a mares por el suelo de la tienda, sin poder dormir, nos encomendamos, viendo la fragilidad de nuestro refugio, a todos los dioses que tan irritados campaban por allá arriba. Con nuestra imaginación desatada, aquel día vimos vagar por las alturas figuras sombrías, oímos pasar reatas de caballos a la fuga y sobre todo miramos sobrecogidos, como si nos asomáramos al fin del mundo, el terrible escenario que iluminaban entre los árboles los relámpagos. El bosque es temible en estas circunstancias, la naturaleza parece despertar, pero rugiendo con toda su furia. Sumidos en la oscuridad nos sentimos aún más impotentes y, como nos sabemos observados, más vulnerables. Todo lo que tiene de apacible, de sosegante y de maravilloso se convierte, a esas horas de madrugada y en medio de la disputa a la que parecen entregados los meteoros, en una experiencia terrible, inolvidable muchos años después.
En la explanada, detrás de la colegiata, han acondicionado un gran aparcamiento. Cruzando la regata cercana se toma el viejo camino de Orbaitzeta que en su primer tramo coincide con el camino por el que bajan los peregrinos tras cruzar el Pirineo por Lepoeder. Nosotros íbamos hacia el Este, mientras que ellos ya casi llegaban desde el Norte a su fin de etapa. Se trata de un ancho camino por el que transitan, según vimos, vehículos. En general, son ganaderos que circulan para controlar a sus caballos y vacas, que pastan tranquilamente más allá, en los prados de Nabala. Tras separarnos del camino de Santiago, fueron pocos los transeúntes con los que nos cruzamos. El hayedo es bastante cerrado en un principio, luego los barrancos obligan al camino a describir agudos recodos antes de abrirse a amplias laderas herbosas. En general el haya es dominante, pero también queda algún roble de tremendo porte, si hay que juzgar por el único que vimos. De todos modos parecen haber desaparecido, probablemente después de haber abastecido durante siglos a los carpinteros y ebanistas de la zona. El día era inmejorable para ver en todo su esplendor la otoñada con el despliegue de colores que la acompaña. Quizá una semana más y la paleta hubiera sido aún más completa y perfecta, pero estaba casi en su zénit. El sotobosque es aquí bastante intrincado y denso, con abundante avellano, acebo y algunas mimbreras junto a los cursos de agua. De los acebos vimos ejemplares cargados de sus vistosos frutos rojos. A su lado competían los espinos con los suyos. En las zonas más soleadas, entre los árboles, junto al camino, ponía otra nota de color la amplia profusión de merenderas violáceas. A diferencia de lo que me sucedía hace años, cuando íbamos directos a ganar las alturas para regalarnos vistas, encuentro especial placer en caminar sin agobios, descubriendo cosas nuevas y deteniéndome ante ejemplares y especies que antes me traían sin cuidado. No voy con ánimo catalogador, ni mucho menos. Me basta con poder dar nombre y conocer las características de lo que en ese momento me rodea. Por mucho que parezca que todos los años lo que nos rodea es lo mismo, a base de descubrimientos tiene uno la impresión de que lo que está viendo es irrepetible, de que capta un momento único con ver lo que nos ofrece una delicada flor, un tronco rugoso o un potrillo trotón. El paseo es de este modo mucho más animado, porque no tiene uno un objetivo concreto, no se trata de alcanzar una panorámica o de dominar un espacio, sino de estar a lo que aparece, a lo que la naturaleza humildemente muestra.

jueves, 7 de octubre de 2021

Motor oculto

La lógica reclama decantar los hechos hasta reconocer en ellos regularidad y contrastes. Sin un examen de estas características no prosperan los conceptos de consecuencia y oposición ni puede surgir la dialéctica que, si alcanza adecuada expresión, constituye de hecho el motor oculto de cualquier lógica.

miércoles, 6 de octubre de 2021

Haciendo amigos

Cuando las heridas no curan y el dolor en vez de remitir se estanca, prueba a hacer amistad de su obligada compañía.

martes, 5 de octubre de 2021

Las amenas clases del profe

Para no espantar con ellos me metí los puños en los bolsillos, para sembrar nerviosismo recurrí a mi gesto más seco, a mi mirada más arisca, para parecer intransigente y severo creí que con eso bastaría. «No estoy para chistes. Ahora esto va en serio. ¿O es que creéis que esto va a ser siempre un juego? Por el camino que venís no vamos nada bien, pero si os lo seguís tomando así, como un juego, igual me lo pienso y acepto, pero siempre y cuando eso sirva para empezar a entendernos un poco. Si al menos es de ayuda para despertar y purgar emociones, pues vale. Ahí os esperaré yo cuando todo ese jugueteo haya acabado. Cuando toda vuestra sensiblería juvenil haya aflorado y os hayáis desahogado, ahí estaré para traeros hasta el carril, para que la cabeza os empiece a echar humo y os pongáis a tirar de la locomotora. Bueno, se acabó, se acabaron los cuentos y los juegos, estáis en la estación de partida, así que ¿dispuestos a iniciar el viaje? Tendréis que ser más formales para no perder de vista la recta. Al principio la senda os parecerá férrea, con el tiempo segura. La lógica nos espera para guiarnos y, si la perdemos, aquí nadie aprenderá nada de nada. No quiero que se nos vaya el hilo y que a las primeras de cambio os despistéis. ¿Cuántos de vosotros estáis hartos de seguir con niñerías? Bien, lo sé. Pues pensad un poco como adultos y veréis que ya estáis listos para amar, pero para amar de verdad, frontalmente. No temáis tanto, no dudéis, aunque es normal, estáis en la edad. Estoy al tanto y, a cambio de esas dudas, yo os ofrezco lo más precioso que en mucho tiempo llegaréis a conseguir: abrazar con profunda ternura a la lógica hasta que su embrujo os arrastre y renazcáis convertidos en gente de razón». Me había plantado frente al espejo y la alocución me sonó demasiado grave y no del todo clara. pero tampoco quería parecer Moisés con los diez mandamientos. La volví a repetir alternando la cara de perro con un tono más paternal y me pareció aún más extraña e inútil. Pese a haber armado aquella reprimenda con mis mejores argumentos, faltaba algo que pudiera sorprender, una baza decisiva, y temía de veras no llegar a conectar. Cómo iban a imaginar ellos qué beneficios les aportaría la lógica, me preguntaba, si les largaba un discurso erizado de advertencias y renuncias incómodas. Aquello les iba a resbalar. Lo fui meditando mientras iba camino de la prueba, era el primer día y no quería echarlo todo a perder. Cuando entré al aula y me subí al tarima hubo expectación, comenzaba el espectáculo. Como un artista primerizo, casi un meritorio, me dirigí a la mesa, pues no veía claro ningún otro apoyo. Me refiero a ese momento en que notas que todos los ojos lanzan sondeos y que esos sondeos van dirigidos a ti. Saqué de la cartera unas hojas. La alocución ensayada estaba ahí resumida en unas notas prolijas. Me las puse por delante, como para no fallar. Aún tuve el arrojo de mirar a la sala y luego comprendí que fue una estupidez, porque sucedió lo que no debía suceder. Apremiado por aquel silencio vigilante, me entraron las prisas, así que dejé mis notas a un lado y decidí improvisar. Todo empezó con una intuición, que era más bien una debilidad, y preferí aproximarme a ellos, en plan colega avisado, por la vía del diálogo franco,  distendido y abierto. En el intento rompí el hielo y quién sabe si algo más al preguntar a bote pronto al de la anilla en la nariz, al mozo que me venía marcando desde primera fila, «a ver, ¿tú que aprendiste ayer?». No digo que no fuera una entrada en faena pelín agresiva, pero de algún modo tenía que defenderme. Las notas habían acabado por el suelo y quería agarrarme a algo en vez de agacharme como si les pidiera perdón. Creí además que al tipo le hacía un favor tirando de aquella anilla y sacándolo de su evidente trance bovino. En vez de responder, me puso, como no podía ser de otra manera, cara de pazguato, pero no hubo réplica, en realidad no hubo nada; si acaso una sonrisa boba, señal de que dentro estaba más hueco que una calabaza. Lo mismo ahora, pasadas ya semanas, se sigue aún riendo, y por nada, porque ni entonces ni ahora le veo a lo suyo, empezando por la cara, ninguna lógica, pero el caso es que tras mi pregunta se reía. Incomprensible. Como no sabía cómo aproximarme a alguien para continuar y salir del paso, retomé el peligroso tono recreativo contra el que me había juramentado y me vine a la fiesta pedagógica, decidido a enfrentarme a todos esos recursos maliciosos que los jóvenes atesoran. Sin preámbulos pregunté a la muchacha de al lado del de la anilla, de mirada melosa por cierto, que a qué quería jugar. Ahí sólo me atenía yo, como profesor claro, al prontuario donde se dice bien claro que en cuanto propones jugar y vas de mano, gozas de la ventaja que te ofrece el factor sorpresa. En algo me debí de equivocar y, aunque la sorprendí, me miró como a un extraterrestre, no digo ET sino otro más verde y con antenas. Aun así, me quedé con lo positivo, pues tuve la impresión de que, bien fuera por la extraña pregunta, por las pintas o por lo que fuera, conseguí captar su atención y dejé abierta la puerta a su futuro interés por la lógica. Al final preguntas como ésa, planteadas con incisiva inocencia, hacen mella y son infalibles, por lo que forman parte del repertorio metodológico que cualquier profe guarda en su cartera. Sabido es que esa cartera siempre tiene algo de salvavidas, como el cajón atiborrado del sastre, aunque, pensándolo un poco, puede que se dé más a la chistera del ilusionista. Desde luego en la mía había un poco de todo. Mi irrenunciable lógica aguardaba allí en el fondo como último retén personal y hasta anímico diría. El tomo encuadernado en piel del Organon de Aristóteles era sin duda lo que más pesaba de todo, era como mi ancla profesional y profesoral, una herramienta imprescindible a la hora de armar mis discursos frente al espejo y ganar seguridad. Además de lo fundamental, en la cartera había sitio de sobra para lo accesorio. Nada más abrirla encontrabas munición inmediata como el bocadillo de las once, material fungible como carpetas, bolis y cuadernos, y un poco más abajo utillaje audiovisual, ya se sabe, ordenador, las llaves de memoria y todo eso. Salvado lo primero, que sería la base, o sea lo que nunca debe faltar, lo demás no te va a salvar de nada, no es materia vital, son sólo instrumentos que nos sirven para hablar con aplomo. Se ha hecho muy difícil hoy en día hablar. Pero en cuanto a importancia, puestos a comparar, no sabría decir si el papel del bocadillo es más importante que el de los cuadernos, pues cada cual cumple en lo del aplomo su propia función. Y ya que hablamos de importancias, creo que lo importante de verdad, aquí y ahora, antes de que nos hagamos un lío, es distinguir entre los dos conceptos capitales que se disputan mi cartera. Ahí guardo tanto lo que me sirve de sostén como de retén, dos cosas que, se diga lo que se diga, no son lo mismo. Lo del bocadillo es puro sostén, claramente, sólo serviría de retén si fuera lo bastante grande como para invitar y retener, como en un pesebre, a todos y cada uno de los alumnos. Un cuaderno, una tiza o una pantalla también sirven de sostén a mi palabras, pero apenas retienen al público y menos a las ideas, tan díscolas que no hay día que no intenten escapárseme. Por último, a Aristóteles podríamos suponerlo el retén por antonomasia. A mí eso me vale, pero a ellos no del todo. Pienso que su mensaje, pese a no resultar transparente, puede dar más sí y estoy dispuesto a hacerlo llegar. En cualquier caso, su lógica es lo bastante aplastante como para triunfar. Por eso, metido en el fondo sirve de fundamento todo lo que entra la cartera. Así que es insustituible sostén. Sólo hay que dejarse guiar por sus largas y farragosas disquisiciones para entender que con ese tomo uno es capaz de sostener casi cualquier cosa. Otra cosa es retener. Ahí a veces me entran algunas dudas. La excelencia didáctica no vale mucho más que el papel y, por lo que llevo visto, intentar retener en clase a alguien con directrices lógicas es harto atrevido y, si no te das maña, tremenda tontería. Innumerables profes han caído en la trampa disertando dura y esforzadamente en la tarima sobre silogismos e implicaciones. Cuentan al final en sus tristes memorias pedagógicas que allá arriba siempre se sintieron muy solos, yendo de un lado a otro como andarines peripatéticos, disimulando con ocurrencias y entusiasmo su cara de pirados. Recuerdo que en clase decía Bárbara, por poner un ejemplo, y a los mozos se les iba la cabeza a otra parte; a ellas, sin embargo, puede que hasta les sonara, por esa actriz octogenaria que hizo de Barbarella. Da igual que lo repitas y argumentes de otra forma, porque no sales del mismo sitio, siempre los encuentras a cero, así hagas valer tu materia presentándola con técnicas punteras, como si llegas disfrazado con una larga túnica. Si digo que parto siempre de cero es porque me ven como a un cero, pero a la izquierda. Supongo que para ellos soy milagro oral, que les llego en medio de una cacofonía indescifrable, que les duerme ese rumor mío insignificante y prescindible. La verdad es que ser un cero no es mucho, si se quiere empezar a hilar algo y sacar a flote algún argumento fiable. Y lo que más temo, lo que sería verdaderamente dramático es que, por su peso incontestable, la lógica entera se les pueda hacer un plomo insoportable. Conté durante algún tiempo con la sonrisa de la muchacha, pero su ambición lógica se debió de quedar en promesa, ya que pasó a ignorarme mientras le hacía ojitos a su compañero, el anillado. Después de salir trompicado como un mal juguete ya el primer día, no pude sentar bases sólidas. Fui viendo con tristeza cómo, lección a lección, me iba apartando de mi discurso programático. Lo mejor, dentro de todo, es que ese discurso nunca lo pronuncié y que eso me daba licencia para desbarrar por la vía creativa sin avergonzarme. Así que un buen día decidí que tenía que darle un giro radical a mi lógica y al modo de predicarla. Ensayé ante el espejo una nueva perorata, mucho más fluida y atractiva, y salí para clase dispuesto esta vez partirme por ella, si hacía falta, la cara. Me salió muy natural mi paseo marcial, la voz engolada y el gesto feroz. Les dije llanamente que se olvidaran de jugar conmigo, que su pachorra y desgana, sus ronquidos y murmullos no les iban a servir de nada. Y acabé con lo del croupier frente a la ruleta, «rien ne va plus», a modo de colofón. Golpe de efecto, aunque sabía que no lo entenderían, me alegró ver que fomenté la intriga. Hice después un largo silencio, mientras removía al tuntún unos papeles, para dar entrada solemne a mi renovada lección. Finalmente di arranque a la clase con tanto brío que a punto estuvieron mis palabras de sacarlos de la mesa, como si los removiera un ciclón. Mi intención era, como se puede entender, mucho más modesta, mi intención era llevarlos a una nueva dimensión. «Queráis o no por una vez vais a marchar como auténticos peregrinos hacia la razón por el fantástico espacio de la lógica», no lo dije así, pero lo pensé en plan malvado. Aquel pensamiento malévolo me dejó un poco seco, como sin saliva, y lo primero que se me ocurrió decir, nada más abrir boca, fue «a decir verdad», como un introito más que nada, una entradilla para sincerarme y ponerle a mi discurso las primeras comillas. Puede que lo hubiera dicho otras veces, muchas veces, es verdad. De modo que no es que no me lo esperara, pero ahí empezaron ya las risitas. Ellos conchabados con ellas y viceversa, y después las miradas con las que se iban ausentando por el techo, por las ventanas, por los percheros hasta recalar en la puerta de salida. El más explícito, por no decir redomado, me soltó en voz alta: «¿a dónde vas tú con la verdad, papi?». Hago un inciso para asegurar que, en esta nueva etapa, me había propuesto abordarlos desde la cercanía y la familiaridad, pero hasta cierto punto claro. Igual como abuelo venerable habría ganado más, un mínimo de compasión al menos. Pero ahí me cerré un poco, no quería que me vieran desvalido y que las lágrimas que acarrean esas emociones juveniles complicaran la correcta comprensión de mis argumentos. Ya sabemos que juzgan mucho a la gente por la edad, algo absurdo pero irremediable, y en cuanto rebasas los veinte años dejas de ser colega. En el fondo no es que tengan nada contra tu lógica, es que no te entienden, dices cosas incomprensibles y encima, si te sobras porque los ves a vuelo de pájaros y le haces hablar, les dices que son inconsistentes. Hablaba de los argumentos, evidentemente, cuando se lo dije al redomado y bien que aprendí a hilar bien fino, porque ofendido se me encaró: «¿Me estás llamando tierno? Un respeto, eh, que nos tenéis perdido el respeto. Todo el día aguantándoos ahí y va el papi y me trata de tierno». Rehuí el enfrentamiento dialéctico, porque lo adivinaba duro y azaroso, y a él lo veía un poco ofuscado. Ahí no sirven casi nada los silogismos, he de reconocerlo. Me imaginé mirándolo fijamente y abriendo con gran parsimonia la cartera. Él me aguantaría la mirada esperando a que sacara el trabuco o algo así, pero yo, cuando lo tengo a tiro, por sorpresa, voy y le saco mi Organon y se lo planto delante de la cara, como si esgrimiera un vade retro. Allí mismo me pude imaginar yo cómo seguiría la historia, así que, como había avisado que no entraría en más juegos, opté por darle la paz desde lejos. Todo para gran disfrute de la peña, porque tipos como ése llevan detrás peña y la peña hace piña y si te sacuden a la salida un piñazo anónimo o te rajan las ruedas del coche al final duele. Duele mucho verlos cuestionar la autoridad material y moral del maestro, pero lo que allí me dolió más fue la derrota en toda regla de la pedagogía, y no porque fuera yo quien orgullosamente la encarnaba. Estoy por creer que con la Biblia hubiera tenido más éxito que con el Organon. Al menos el ejemplar que manejo es más grueso y contundente, pero no se trata de eso, porque con el Organon sólo llegué a imaginar el ademán de estampárselo. Simplemente pienso que para darle más poderío a mi lógica, de cara a administrarla a grupos que están hechos a usos intimidatorios, es mejor alertarles sobre el fuego del infierno. Tengo fe, sobre todo en la lógica, pero ahí le veo ciertas limitaciones. Vamos, que se presenta Aristóteles y me lo cuelgan con el argumento de que hay que probar si aguanta su andamio. Hay que reconocer que, cuando se ponen a carpinteros, gastan una lógica muy peculiar, ensamblada con argumentos poco sutiles pero muy fáciles de contrastar y validar tirando de la cuerda. En todo caso, entonces y ahora es tanta mi vocación por la lógica que siempre veo cómo se abren ante mí nuevos caminos gracias a ella. No todos son nítidos. Supongo, por ejemplo, que lo del porfiado mozo no fue del todo imaginado, porque, echando la vista atrás, sí que recuerdo cómo el Organon hizo en su ancha cara tope y cómo eso lo llevó a recogerlo del suelo y a enarbolarlo con ánimo de arrearme. Me parecía injusto que después de tantas semanas de trato, de continuas e ingeniosas maniobras didácticas, toda mi lógica viniera a resumirse en aquel tosco y desigual pugilato. Antes recibir con sonoro estrépito el libro en los morros y de caer, aún tuve la gallardía de mirarle y reconocer: «Me muestras el mejor de los argumentos, así que no puedo sino respetarlo». 

lunes, 4 de octubre de 2021

Dime la verdad, si hace daño

Un poeta lleva su negocio al límite mientras se devana los sesos para rescatar los sentimientos más puros, hondos, auténticos, no necesariamente sinceros, y pasarlos a papel donde lucen como verdades patéticas que cuentan con fino detalle cómo se puede echar todo a perder.

domingo, 3 de octubre de 2021

En órbita gracias al orgullo

No es que se viera por encima de nadie, pero ante cualquiera se declaraba, siempre a su manera pero muy convencido, alguien insuperable, de trayectoria sublime. No sólo apreciaba sino que celebraba y exhibía con manifiesto orgullo las normales diferencias respecto a otros. Todo lo que iba encontrando distinto, aunque compartido con otros muchos desconocidos, elevaba su distinción y lo llevaba a tenerse por un tipo verdaderamente singular y, como singular, quizá por uno más, pero sin la menor duda por un astro inalcanzable, único.

sábado, 2 de octubre de 2021

Aprende a describir objetivos operativos

Predecir cuándo brotarán los caprichosos horizontes en que acabaremos ahogados. Abundar en el grito si precede al ladrido y desata la rabia. Dirigirse al vacío por escrito lanzando sentencias finas y edulcoradas. Inundar el espacio literario con un aluvión de emociones indescifrables. Exponer un abigarrado juego de símbolos que destroce nuestras imágenes. Mentir desde muy adentro sobre lo que el cuerpo nos reclama. Pagar bien las excusas donde adivinamos individuos inconvenientes. Seguir informando con autoridad de todo lo que no se sabe nada. Sacar colores de ese bote en que guardamos nuestra preciada mierda. Pintar infiernos donde todos caemos vivos y de pie como paracaidistas. Reservar flema y fuerzas para llegar vestidos de gala al asesinato. Denunciar ante todos por errantes a quienes mueven cuernos y mansean. Redoblar razones como quien rompe tambores presto a combatir por nada. Abrir puertos y puertas para vagabundos y navegantes frente a lluvias y mareas. Encadenar penas bien desgarradoras para adorno de la gente cumplidora. Anunciar el pronto y seguro favor del cielo con un gélido revuelo de cometas. Pasear unas ojeras tan grises como para enturbiar éste y otros cien mundos. Marcarse como triste pasante planes y objetivos definitivos. 

viernes, 1 de octubre de 2021

El dragón de Ezkaba

Nadie debería intentar acariciarle el lomo al dragón de Ezkaba. Es imposible amansarlo cubriéndolo con esas vestimentas verdes, aunque caigan formando suaves pliegues y salpicadas de flores. Nada se consigue tampoco presentándolo ágil y diestro cuando lo envuelven rígidas cintas de asfalto. Con todo, es mucho más peligroso provocarlo instalando en lo más alto de su joroba picas, antenas, cruces y banderas. No soporta a toda esa gente que las tienen por símbolos de posesión y quieren hacer creer a todos que desde su joroba contemplan su propio dominio. Aunque algo destemplado ante todo esto, el dragón permanece de momento tranquilo mientras se contenta con mirar indulgente a su pequeña ciudad. A ella siempre se lo ha perdonado todo, como si se tratara de un niño travieso, desplegando sabiduría paternal, pero dosificando también paciencia, temeroso de que no llegue a ser infinita. Le basta ver a su gente sencilla moviéndose despreocupada por las calles para sentirse empujado a la ternura y, aunque las caricias nunca le han agradado, tolera de buen grado a quienes acuden a su encuentro haga sol despiadado o caiga un cruel aguacero. Viendo ese apacible presente es natural comparar y para eso están los recuerdos. Realmente gran parte de ellos preferiría olvidarlos, pero siguen en su memoria, son muchos los años sombríos y cercanos en que a punto estuvo de estallar harto de tanto acoso y abuso. Sin embargo, cuando ya estaba casi a punto de salir, le pasaba lo de siempre, que despertaba algo reticente del letargo y renunciaba a devastarlo todo. De por medio estaba el deber casi sagrado de tutela que se había impuesto hacia aquella gente. Si por un lado aún se le removían en la cabeza aquellos años penosos, en el otro lado de la balanza servía como contrapeso una larga cuenta de años felices. Porque feliz fue aquel tiempo anterior en el que se dejaba cabalgar, como un caballito divertido, por aquel anciano peregrino. Con tremendo esfuerzo llegó éste un día trepando por el lomo, con ánimo de refugiarse arriba, y ahí montó una pequeña cabaña, donde sobrellevaba los enfados del dragón haciendo a duras penas equilibrios. Puede que aquel hombre no estuviera del todo cuerdo, pero prefería el dragón mantenerlo cerca y tener alguna compañía inofensiva. De manera que se dedicó a inspirarle palabrería y alguna idea a modo de consejo sanador para quienes hasta allí subían. El peregrino aprendió pronto a trasladar, convertido en hombre santo, a los postulantes, con aire confiado, soluciones que estos imaginaban como procedentes de otro mundo, por lo profundas. Con el tiempo, gracias a su inspirador, acabó disponiendo de todo: raíces bien abastecidas por una rara y fogosa magia, piedras oscuras un día vivificadas por el rayo o manantiales de resonancias hipnóticas donde, como repentinos cautivos, los iniciados podían leer la historia de la tierra. El afamado consultorio, desde el que el dragón permitía vislumbrar en toda su amplitud el mundo, decayó irremediablemente a la muerte de aquel empleado fiel. Pasado un tiempo, cuando aquello era ya recuerdo, llegó hasta allí un viajero, Cristóbal, que encontró agradables las vistas y bien ventilado el lugar. No le preocupó demasiado que a sus pies la ciudad esperara anhelante ver renovada la embajada anterior ni desatender su tarea como nuevo inquilino. Sin encomendarse a nada ni a nadie, desde el principio se limitó a sentar en lo alto sus reales para después apresurarse a edificar un muy poco inspirado templete, desde el que se dedicaba a contemplar obsesivamente el cielo, ajeno a los anhelos ciudadanos y pasivo frente a las sugerencias del dragón. Ante los despistados peregrinos que aún ascendían, dijo ser santo por más que no se le conocieran prodigios. Tampoco se vio nada extraordinario más adelante, algo que no era de extrañar dada su escasa sintonía con el dragón de la montaña, que de mala gana se veía obligado a soportar la presencia a sus espaldas del aquel fatuo y oportunista varón. Siempre creyó el dragón que las fuerzas celestes enviarían al rescate de las piedras ardientes, que como reliquias inmemoriales guardaba en Ezkaba, a alguien a la altura de su reputación, pero con aquel trotamundos vulgar, que sus adeptos gustaban llamar San Cristóbal, su propio renombre se venía abajo. Creía merecerse cuando menos a ese San Jorge del que los viejos dragones le habían hablado. Tan desencantado estaba que a veces llegaba a soñar con él y lo que soñaba era que hasta la ciudad llegaba un flamante caballero, bien pertrechado con su poderosa armadura, dispuesto a desalojar a la solemne bestia y a entablar crudo combate para servir a sus habitantes como perpetuo protector e incorporarla a su nutrido blasón para seguir después con su peculiar camino como redentor y pacificador. Alguien así de engreído, sabía el dragón, sólo podría salir de allí convertido en un fantasma cenizo, pero al menos habría estado en algún momento a su altura. Estaba convencido también de que, del lado de los ciudadanos, no se aspiraba a redención ninguna. Si mal se toleraba al oportunista del templete, no parece que un San Jorge, con su aureola marcial, les pudiera llegar a atraer mucho más. Ellos se sentían bastante cómodos con su protector residente, pues como tal tomaban al silencioso dragón oculto bajo la montaña. Si acaso, echaban en falta alguien que se entendiera con él y que fuera capaz de transmitirles todos los secretos que aún atesoraba. No faltaban, sin embargo, algunos que aún conservaban la fe en Cristóbal, pero acabaron defraudados al ver que no daba cuartel a quienes no le reconocían santo ni se le manifestaban fieles. Se dieron además cuenta de que incluso quienes le seguían bien poca sapiencia conseguían sacar de él. El creciente descrédito acabó por arruinar en la ciudad la tradición reveladora del monte Ezkaba y el recuerdo del ardiente espíritu que moraba en su interior. Muchos llegaron a olvidar su nombre y los más jóvenes ni sabían que lo habitaba un dragón dispuesto a defenderlos. En tan triste circunstancia, con Cristóbal alojado en su templete celestial, poco inconveniente hubo para que otros aún más oportunistas, pero bien hechos a todo terreno, se hicieran sitio en la joroba y desplazaran al santo varón ofreciéndole abajo en el llano un alojamiento más lujoso. Sintiéndose estos nuevos tras el traspaso dueños de aquella mole inerte, que para ellos no pasaba de ser un simple obstáculo geográfico, se imaginaron también poseedores de ese secreto tesoro que todavía seguía en boca de todos en la ciudad. Así que no tardó en llegar el día en que, a fuerza de pico y pala, le abrieron al dragón el lomo  y horadaron en el hoyo sin desmayo hasta que por fin se dieron cuenta de que nunca pudo haber albergado la clase de tesoro que ellos buscaban. La violenta embestida a aquel cuerpo mudo pero bien sensible tuvo, por lo menos, consecuencias. Los vecinos, escandalizados por aquellas abusivas incursiones subterráneas y temerosos de perder, con tanto manejo interno, a su pacífico protector, se rebelaron. Crecieron las protestas y una cuadrilla subió, cegó el hoyo y cubrió las hondas brechas que de allí partían, mientras otra saboteaba los caminos de acceso. A todos les pareció un éxito cuando se acabaron las agresiones. Pero sorprendentemente, en vez de abandonar, dejar el campo libre y al dragón tranquilo y dispuesto a recobrar su voz a través de otro intérprete, los invasores pronto encontraron para su oficio zapador otra dedicación. A todo esto, el dragón, cauto, seguía guardando silencio, pues no podía legar a semejantes brutos sus profundos conocimientos. Con todos sus excesos, con esa desenfrenada fiebre en busca del tesoro, habían puesto en pie de guerra a toda la ciudad. Los disturbios lógicamente les preocuparon, pero se mostraron empecinados, con ganas de proclamar desde su posición con arrogancia: Quieren guerra, pues la tendrán. Para ellos la convivencia era un problema, un problema de seguridad. Así que decidieron construir en lo alto, en la joroba, y a despecho del dragón, su propia ciudadela, un puesto desde el que sentirse fuertes, desde el que controlar cuanto les quedaba a la vista. El dragón pudo entonces confirmar que aquella gente nunca estuvo en la idea de ofrecer tutela o consejo. No les interesaba proteger ni guiar a la ciudad, les daba igual frente a quien y sobre quien se instalaban. En poco tiempo fueron implantando sus equipamiento disuasorio, según su plan de control. Para ello comenzaron a excavar en el desdichado lomo profundas galerías, abrieron en sus costados interminables trincheras y penetraron una vez más en el sólido cuerpo de Ezkaba hincándole muros colosales. De aquel laberíntico mundo subterráneo, que el dragón aunque herido aún gobernaba, tan sólo dejaron que emergieran dos enormes puertas negras. Sobre ellas exhibieron en ostentosos escudos la irrenunciable posesión del lugar en nombre de no se sabe bien qué monarca. Sabemos que con aquella ciudadela vigía anduvieron cerca de apoderarse hasta de las entrañas del dragón. Apartada por la fuerza de él, la ciudad se veía obligada a observar las frecuentes señales de intimidación de los guerreros allí encerrados. Suponían que desde lo alto no los perdían de vista y que registraban cualquier movimiento que pudiera darse en la ciudad. Los vecinos eran muy conscientes de que nunca podrían huir, de que no podrían escapar a ninguna parte y de que permanecerían para siempre a su alcance. La ciudad vivía resignada, pero sobre todo atemorizada y expectante ante la posibilidad de que una andana de artillería oculta en el interior de la montaña apuntara directamente hacia su corazón. Sin embargo, a pesar de todas las vejaciones sufridas, dentro seguía el dragón, que nunca quiso hacer a los de la ciudadela más caso del que merecían. Lo que verdaderamente echaba en falta era el cálido aprecio que siempre había recibido de la gente, que ahora miraba asustada hacia arriba como si hubieran transformado su dragón protector, el ancestral dueño de Ezkaba, en un odioso monstruo. Como no deseaba someter a la ciudad a un sórdido espectáculo exhibiendo su ira contra esos invasores, decidió recurrir a su eterno aliado. No es que se sintiera incapaz de ponerlos a la fuga. Le hubiera bastado con lanzar una serie de rugidos feroces, con unas cuantas bocanadas de fuego ineludible o con sepultarlos bajo tremendos derrumbes. Pero, ¿ganaba algo despertando a los suyos del sueño para hacerles ver caer piedras y chispas sobre sus calles y llevarlos así a otro mundo terrible donde aparecería como una furia implacable? No, no quería ser recordado en lo sucesivo como un fulgor maligno. Por eso prefirió que fuera su aliado el que se hiciera cargo e impusiera su agónico castigo. Fue el impasible tiempo el que se puso manos a la obra y poco a poco acabó dispersando a aquella banda hostil, curó después las heridas más profundas y por último alumbró en lo alto lucecillas de verbena con las que encandiló a la ciudadanía anunciándoles una nueva era. Tardaron un poco, pero llegó el día en que, primero solos y luego en pequeños grupos, volvieron los vecinos a subir confiados para acariciarle el lomo a ese dragón al que todas las noches, según decían los más insomnes, se le oía dormitar bajo su montaña.