domingo, 13 de marzo de 2022

La hora del cronista

En su ensayo Sobre la historia natural de la destrucción se preguntaba W. G. Sebald: «¿Por dónde habría habido que comenzar una historia natural de la destrucción? ¿Por una visión general de los requisitos técnicos, de organización y políticos para realizar ataques a gran escala desde el aire, por una descripción científica del fenómeno hasta entonces desconocido de las tormentas de fuego, por un registro patográfico de las formas de muerte características, o por estudios psicológicos del comportamiento sobre el instinto de huida y de retorno al hogar?». Daba entrada después a diversos testimonios, mayormente reacios a las pretensiones literarias y decididamente fieles a la verdad, a la cruda realidad vivida por los supervivientes. Hubiera sido probablemente difícil para él adoptar puntos de vista como los que aquellas cuestiones de partida planteaban y mucho más fácil dejarse llevar por una visión más amplia, de carácter literario, sobre lo sucedido. Sebald era consciente, sin embargo, de que abundar en el dramatismo y derivar el discurso hacia los sentimientos fáciles hacía flaco favor a la verdad y de que ese manejo de la verdad rayaba además en la injusticia al poner al observador afligido por encima de la evidente catástrofe. Unas páginas después, en el mismo texto, lo confirmaba al escribir: «El ideal de lo verdadero, decidido en su objetividad al menos durante largos trechos totalmente carente de pretensiones, se muestra, ante la destrucción total, como el único motivo legítimo para proseguir la labor literaria. A la inversa, la fabricación de efectos estéticos o seudoestéticos con las ruinas de un mundo aniquilado es un proceso en el que la literatura pierde su justificación.» 

Hombre dentro de un cráter en Zhytomyr (EFE/ M.A. Lopes)
Parece, pues, obligado por nuestra parte reflexionar en este momento sobre el sentido que hoy puede tener lo que escribimos sobre la guerra. Primero, no es la primera vez que vemos estos desastres, los hemos visto antes en Beirut, en Sarajevo, en Alepo y temo que los volveremos a ver en otros sitios. Segundo, la impresión es en esta ocasión mayor, quizá porque todo resulta más cercano y endurece una línea divisoria, heredada de la última guerra europea, que creíamos, si no superada, sí al menos porosa. Tercero, vendrán con seguridad los literatos un día a describir las calamidades de la guerra, pero tenemos ya una primera entrega a través de las imágenes, así que la magnitud que le queramos dar con ellas al drama corre de algún modo por nuestra cuenta. Cuarto, lo que resulta menos tolerable en todo esto son los comentarios de los expertos de ocasión sobre la evolución de la ola destructora, a base de valoraciones históricas sacadas la noche anterior de Wikipedia, mezcladas con tablas, mapas y cifras de todo pelo; si todo eso lo completamos con fotografías apañadas, cuyo único fin es sacudir al público en sus sofás y arrancarle, como si fuera un botín, unas cuantas lágrimas, tenemos la oferta informativa dominante. Por eso digo ya desde el título que es la hora de los verdaderos cronistas, de esa gente que se juega el tipo para hacer valer opiniones y contrastar puntos de vista en lugares cercanos al punto cero, donde la realidad es demasiado ardiente como para ser contemplada y comentada, a modo de espectáculo «fascinante», por una cuadrilla de mirones desde el patio de butacas.

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