El odio es un sentimiento laborioso de armar pero muy sencillo de inculcar. Todo es cuestión de señalar enemigos y de pegar arreones con un verbo cada vez más incendiario. En estos casos, siempre hay alguien que tiene ese martillo a mano y, como en materia de sentimientos somos material maleable, le basta con dar justo en el clavo o simplemente hurgar con él hasta provocar hondos resentimientos. De modo que el odio se viene a comportar más o menos como ese clavo. Desde el momento en que se nos cuela, encontramos al enemigo ansiado, al único causante de todos nuestros daños. El odio es afilado y siempre penetra fácil, pero, una vez ha encontrado su sitio, se convierte en patrimonio propio y en futuro legado. No sólo se tarda generaciones en sacarlo sino que nos cuesta algún desgarro, dejándonos a cambio un profundo vacío y una sensación de extrañeza.
No hay comentarios:
Publicar un comentario