En toda risa hay un punto de desgarro. Algo se nos mueve dentro y parece cobrar vida propia intentando asomarse insolentemente. Como intuimos novedades, esperamos ansiosos que muestre su cabeza desaprensiva y rasgue de una vez con ella el velo que frente al mundo nos viene imponiendo la razón. Al verle la cara, nos gana la risa y en ese trance nos sentimos liberados, porque no soportábamos ver el mundo a través de ese espeso velo. Tanta había llegado a ser nuestra desazón que no reparamos demasiado en que sin razón ni explicación sólo alcanzaremos a ver la violenta desnudez de los hechos. Y es que preferimos saludar eufóricos a esa cabeza que aflora afilada como un cuchillo. Su mirada fresca consigue mostrarnos el mundo bajo una insólita luz, haciendo de él algo divertido y nuevo. Aunque la risa nos distrae, la luz que emite es tan intermitente que apenas nos ayuda a conocer lo que en el fondo nos preocupa. Los hechos del día a día siguen ahí acuciándonos, tienden a repetirse e incluso parecen inamovibles, como cosa vieja. El mundo no quiere cambiar, lo mires como lo mires. Y es así como la risa que había surgido como una mirada alternativa y festiva, y alivio del terrible peso de la razón, pronto se queda en máscara sardónica. Palidece, por tanto, su prometedora función para pasar la risa ahora a ocultar la triste condición de quien ríe. Que no nos engañe su risa, porque sólo es urgente evasión de quien se ve obligado al mismo tiempo a lidiar con la amarga crudeza de los hechos.
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