El ilustrado es en el fondo un creyente, de otra naturaleza quizá, pero creyente. Cree que las palabras, encadenadas por una severa y sólida lógica, forman una escala conceptual por medio de la cual se alcanza la luz del conocimiento que todo lo ilumina y domina. De un amplio juego de minúsculas luces, visibles en el diccionario y escondidas tras cada palabra, va provisto el ilustrado, a quien le gustaría, en su engreimiento y una vez avistado el horizonte, sentirse coronado por la dominante claridad que surge al desplegar la enciclopedia. Pero ascender es sobre todo creer, no necesariamente conocer. Hipoteca su sensibilidad forzosamente quien, por volar muy alto, pierde la costumbre de moverse a ras de suelo. Las palabras siguen ahí para todos, también para el caminante, que es sabedor de que con ellas no sólo se escala sino que se hace camino. No por desconocer su destino es éste un descreído, si bien más que creer siente. Siente que hay algo tras la calidez que las palabras aún transmiten, siente que seguramente hay detrás otro que siente como él y que tras ése hay muchos otros. Las palabras actúan en él simplemente como voces, le sugieren vías de aproximación y lugares donde concurrir. Juntas componen miradores desde donde se conciertan las luces más distantes y se celebra su encuentro, aun sabiéndolo pasajero. No hay propiamente un resultado. Son luces fugaces que no merecen escribano, luces personales que ni siguen ni necesitan de guías certeros, luces tan tímidas que no dan para un credo, que no permiten salir de la penumbra. Conviven en ese hogar, tan antiguo y entrañable para las palabras, en el que todo se decide a media luz. Es natural, por tanto, que ahí las palabras lleven a confundir los fenómenos con las causas, las razones con los objetos y los objetivos con los sentimientos. Sin faro preeminente, se remiten a lo palpable, dejando tras ellas un rastro peregrino. No cabe esperar, pues, grandes visiones, sólo la conciencia de un viaje, conciencia de la que nace un discurso inédito de voces entrelazadas, donde aún prima lo más vital, lo que llama a un sentimiento compartido.
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