Cuando el pensamiento se va recociendo en la cabeza y en prosa se filtra hasta el papel, lo que queda sólo es esto: frases escuetas de tonos profundos, patéticas candidatas a sentencias. Lo peor es que queriendo ser sublimes son de un material tan basto y peludo que, lejos de peinar rayos de luz para así ordenar el ingenio, le cierran el paso o provocan teatrales destellos. No olvidemos que hablamos de sentencias, cosas difíciles de soltar en una reunión de colegas o en una comida familiar sin pasar por un fatuo desquiciado. Y que hablamos también de gente que no conoce otra forma de llamar la atención que lanzar solemnemente su metralla verbal como respuesta a cualquier interrogación imprevista o al desparpajo común y dicharachero.
A pesar de todo, a veces encuentran el amigo propicio, víctima inocente y atenta, entregado a sus adagios rebuscados, a su moralina fácil, a sus torpes quejas. Como buen amigo no replicará, entornará los ojos para abrirse e intentar respirar en su espacio interior, aunque aparentemente escuche con unción, como si estuviera recibiendo las tablas de la verdad de sus temblorosas e indecisas manos. No esperes, sin embargo, que baje a continuación a la calle a contar a todos que por fin trae nuevas desde arriba, que por boca del prosista ha hablado la sabiduría, que escuchen sus sencillas reglas, que todos deberían alinearse según el nuevo orden.
Hace rato que ese amigo tuyo desconectó y estiró su capota mental, de modo que lo que ves es un obsequioso fantasma, que permanece, sin que tú lo repares, inmóvil, mudo, medio ciego y desde luego perfectamente sordo. Hazle una falsa señal y se levantará como un autómata creyendo que el fuego graneado que soportaba por fin ha concluido, que es momento ya de sacar a lucir una sonrisa de circunstancias, mirarte de frente, alargar la mano y palmearte el hombro. Le ha confundido esa mueca tuya, mientras estabas con el pensamiento en ebullición, todas tus cuerdas tensas y tú pellizcando ensimismado el violín. No, no te has levantado, sigues encogido en la silla, extrañado de su reacción. Podría estar simplemente hastiado, pero eres incapaz de pensar que has abusado sin tasa de su confianza, de tu vieja amistad y sobre todo de su tiempo.
Sería preferible, por tanto, que ese pensamiento tuyo, gota a gota destilado, quedara como cosa propia, como una maquinación privada que nunca debes dar a luz mientras no esté madura y menos ofrecerla como manjar suculento, porque fuera de temporada y lugar esa clase de fruta sienta mal a cualquiera. Tanto más si la das por saludable alimento y te pronuncias ceremonioso, dosificándolo a ráfagas, sin posibilidad de que los demás repongan y repliquen al constante hostigamiento, a ese torpedeo moral con que avasallas. Piensa que esas consejas entrecortadas y terminantes inducen a cualquiera a creerse culpable y, además, sin saber exactamente por qué. Como encima son pura decantación de tus larvadas miserias, de sonoros incumplimientos de tu parte, de frecuentes deslices por tu conducta malsana, sería bueno que los rememoraras como penitencia y los guardaras para siempre para ti. O bien que los hilaras y con ellos montaras un largo y bonito discurso o, qué sé yo, una novela, a disposición en cualquier caso de quien te la aguante. Así podrán decir de ti, una vez que se han librado de tu monserga, que eras un alquimista fino, un orfebre del lenguaje, un malabarista conceptual, en vez de contar que siempre fuiste un animoso pelma, empeñado en mostrarse en su lóbrego y maloliente pantano mental como un incansable explorador de aguas profundas, como un pescador de luminosas perlas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario