Hubo un tiempo en que la muerte tenía algo de fascinante y mirando a ella podíamos imaginarnos como futuros pasajeros de un viaje trascendental. Delirios de juventud, quizás. A medida que maduramos viene calando en nosotros la idea de que toda muerte encierra un secreto, quizá la clave de una vida, llenando de colorido dramático y desfigurando todo lo que en ella hay de terriblemente natural. En ambos casos, en el del viajero y en el del guardián de la llave, la muerte parece servir al interés de un protagonista, que no es otro que el muerto. Bien podría la muerte ser vista como una suerte de reintegro al patrimonio material que la naturaleza ostenta, pero esa entrega parece carecer del halo desgarrador que adorna al protagonista en cualquiera de los dos casos. Lo más difícil es aceptar que no hay tal protagonista, que la muerte lo despidió y que lo que nos queda es su fantasma. En el recuerdo de los vivos, ese fantasma es el que ha asumido sus formas y maneras. Pero, como desconoce su secreto y carece de plan de viaje, nada protagoniza, sólo llegamos a verlo vagar. Y así, como fantasmas vagabundos, nos acompañan los que un día fueron. Algunos incluso dicen verlos, no así la mayoría. A lo sumo podemos adivinarlos en esos vacíos a los que damos meditada forma a base de hechos y lugares, de acuerdos y disputas, de amores e inquinas. Es todo lo que su paso nos deja: unos vacíos en los que aún creemos reconocer su huella.
No hay comentarios:
Publicar un comentario