martes, 26 de abril de 2022

Gritos en el discurso

Gritas y sientes como que algo por dentro se te endurece. No digo ya la garganta o el cuello, porque no estoy hablando de anatomía. Lo que se endurece en realidad es la mente. A voz en grito, pronto se muestra atascada y poco favorable a pensar. Así pues, si necesitas gritar a quien tienes delante, empieza a sospechar que tienes un incipiente problema y realmente poco que decir. Por aclarar, hablo ahí del grito del enajenado, no de un grito de alerta. Que no es cuestión de confundir el grito salvador con uno amenazador, si bien podría haber algún motivo para la duda, ya que ambos vienen a ser de advertencia. Y por lo mismo no habrá que confundir intimidar a alguien con señalar lo temible. La diferencia ahí es incluso más obvia: en el primer caso, de lo temible es quien grita poseedor, mientras que en el segundo es temeroso observador. Desde este lado, desde donde se oyen, los gritos asustan e invitan a poner distancia y refugiarse en busca de cierta seguridad. No digo que el grito no pueda deberse a la urgencia, pero abundan los casos, y son preocupantes, en que se adivina un abandono de la palabra, en que se hace tabla rasa del lenguaje. Hay, no obstante, algunos también en que el grito aúna ambos aspectos y a la urgencia se le suma la brevedad. Notarás que en estos  el tono del mensaje se eleva quizá para no pasar desapercibido. Es lo típico en una orden. La orden es de obligado cumplimiento y nunca motivo de reflexión, y debe ser además perentoria y de inequívoca interpretación. A quienes dan órdenes, el grito les parece lo más indicado para que llegue clara y enérgica su demanda. No reparan, sin embargo, que eso irrita sobremanera a quienes por inferiores deben obedecer nada más oír. Ese sería un primer ejemplo de conflicto, pero hay más. Por ejemplo, no parece muy claro, ni siquiera efectivo, lo del orador que en ciertas fases de su discurso intenta sobrecargarlo de énfasis y tornarlo flamígero a base de lanzar grandes gritos. No es que le mueva siempre un afán de llegar o de sorprender a la multitud, porque tampoco lo hace de otro modo ante un público reducido. Creen simplemente que el grito les asegura más éxito. Y no digo que no lo consigan entre algunos de quienes les escuchan y en ocasiones también entre muchos. Es bastante fácil que, al confundir el énfasis con la alerta, el público se le muestre al orador enfervorecido y que se sienta llamado al orden que proclama. Pero, además de ese público, seguro que hay otro al que el griterío y las salidas de tono extrañan, por entender que con los gritos se acaba cualquier discurso. Con ese tono encendido y ese énfasis sobreactuado, temen que se les solicite una adhesión incondicional y se les inste a entregarse a un credo inequívoco. Por eso es natural que quien pacientemente espera que tras el discurso llegue alguna conclusión, se sienta con esas voces estentóreas del todo defraudado y abandone de inmediato la reunión.

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