Por principio lo negado tiende, en su alcance, a ser indeterminado, en tanto que lo afirmado suele ofrecer un contorno más definido, aunque siempre en la medida en que las propias definiciones en que se apoya lo justifican. Eso da pie a curiosas paradojas y persistentes prejuicios. Pensemos por un momento en el saber, pensemos en él como un territorio cuya amplitud obviamente nos es desconocida. Pues bien, aunque no sepamos claramente cuánto es lo que no sabemos, lo estimamos generalmente escaso frente a lo que sabemos. Y lo mismo sucede para lo que no tenemos, lo que no recordamos o lo que no conseguimos. Negar es un modo de lanzarse de cabeza a la incertidumbre, porque si bien ya no cabe contar con lo que previamente se ha afirmado, sí que cabe como posible todo un repertorio, prácticamente infinito, de otras certezas, que son imposibles de negar con la escueta afirmación que de antemano se presenta. La negación tiene pues la virtud de permitirnos contemplar como posible lo que en un coto restringido y firme permanece imposible. Si se atiende al cambio de sentido impuesto por la negación, lo no posible pasa paradójicamente a ser una posibilidad abierta. Podemos también acabar con los prejuicios negativos que atrae la negación de algo, puesto que zambullirse en lo incierto puede ser entendido, incluso con la lógica en la mano, como un modo de sentirse libre de abordar y conocer, aunque no se alcance todavía a afirmar, posiciones nuevas. Por tanto, negar puede suponer un avance, que habrá que calibrar, y no necesariamente un retroceso.
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