La idea que de que hay una edad para saborear el presente y otra posterior a ella en
que ya sólo podemos dedicarnos a descifrar el futuro y recrear el pasado está
profundamente arraigada en quienes tenemos ya unos años. Y así resulta que, cuando más
debería importarnos el presente, lo vemos ante nuestros ojos desvanecerse,
perdiendo poco a poco el prestigio del que un día gozó porque en ese tiempo gozamos.
«Va demasiado rápido, ya no nos da tiempo de disfrutarlo», me dice siempre el colega.
Pues precisamente por eso es por lo que deberíamos esforzarnos y,
si no se deja atrapar, quedarnos suspendidos en la intemporalidad neutra, salir de esa vigorosa corriente que nos lleva al disfrute y contemplar las aguas del río sin entrar en
profundidades agónicas, viendo el sol rielar y mansamente acariciar su
superficie.
No sé bien a qué edad escribió Horacio su oda, sí justo aquella que acaba con
carpe diem, quem minimum credula postero. No parece que fuera de sus
escritos últimos, pero si fuera de los primeros sorprende que en una oda juvenil se cite con preocupación a la muerte. En vez de rechazarla o desconocerla, lo que en ella se
afirma es que el mejor modo de conjurar la larga sombra de la muerte es vivir intensamente el presente. Quizá no seamos los veteranos ahora capaces de
dotar ese presente de la intensidad de antaño, pero, a diferencia del pasado y
el futuro, lo seguimos teniendo a nuestro alcance. Debería de valernos, pues,
el consejo que Horacio dedica a Leucónoe (cuya edad desconocemos):
Sé sabia: filtra el vino
y ataja una larga esperanza, porque duramos poco.
Mientras hablamos,
huye el tiempo celoso.
Goza el instante: no te fíes del mañana.
Horacio sin duda sabía que vivir bajo la sombra de semejante amenaza no deja de ser agotador. La
felicidad sólo puede ser ocasional, efímera, fortuita, y buscarla o
pretenderla es tarea ardua. No hay solución posible, aunque algunos creen que
hay un más allá de la prolongada continuidad donde tendría su sitio. Aunque aconseja vivir en el instante
continuo, quizá sea preferible optar por ese amplio margen desde el cual el tiempo se ve como una recta fría, que como una
flecha nos acecha, para así entrar en la intemporalidad. Puesto que la felicidad
parece inaprensible, prescindamos del tiempo. En cualquier caso, dejémosla venir como un
estallido momentáneo, como un eco profundo, como un seísmo capaz de hundir este mundo que tanto nos atormenta. Y así, cuando se haga el silencio, lo que quede ante nosotros nos
parecerá todo y lo mismo.
En el apartado 6.4311 del Tractatus Logico-Philosophicus, L. Wittgenstein presenta una serie de tres aforismos donde se avanza por esta
vía de la radical negación, negación que dedica a la muerte para asumir a cambio la
frágil intemporalidad del presente:
La muerte no es ningún acontecimiento de la vida. La muerte no se vive.
Si por eternidad se entiende no una duración temporal infinita, sino la
intemporalidad, entonces vive eternamente quien vive en el
presente.
Nuestra vida es tan infinita como ilimitado nuestro campo visual.
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