lunes, 11 de abril de 2022

De la piedra y el estanque

Algunos creen que la cuestión consiste sobre todo en llegar muy lejos y se aprestan a lanzarla con fuerza. Años de trabajo a base de entrenamiento diario con sacrificio constante. Uno de ellos toma por fin la piedra y la mira como si encerrara un hermético secreto. Acto seguido emprende la ciega carrera, llega hasta la orilla y desde ahí lanza a lo lejos la cuestión. Todos la ven cruzar trazando una intrigante parábola en el aire antes de desaparecer en el agua. No estamos ante un cenagal imposible, tampoco las aguas del estanque son sombrías ni sulfuradas ni caldeadas, son aguas frescas y claras. Puede que desde el fondo la piedra se acabe por mostrar indiferente y que al final con ella no haya surgido nada, o bien puede que se vaya disolviendo a medida que se sumerge y que ni siquiera llegue abajo del todo. Pero para indiferente ahí está ante todo el estanque, ahora violentamente enervado por el repentino impacto. Todo su contenido se resume en lo que se ha venido dando por estable y entendido. Es por eso por lo que se lanza desde fuera sobre él la pregunta y es por eso mismo por lo que seguimos todos atentos al curso rompiente de las ondas que llegan. En la orilla esperamos ansiosos la respuesta, convencidos de que siempre nos queda algo por entender. Desde luego que merecerían más fortuna todo el empeño y la esperanza depositados ahí por quien lanza la cuestión. Sin embargo, es triste observar cómo, por sobrestimar su fuerza y ceder a un alarde de ingenuidad, ha fiado toda su suerte a esa piedra. Supongo que, cuando la sentía en su mano, sentía que debía arrojarla bien lejos porque en ella había algo que aún se le resistía. De mil formas había comprobado su dureza, de modo que ya sólo le quedaba por ver si su incógnita era resoluble y se disolvería en esas reconocidas aguas. Pero no será ése el caso, porque pasados unos minutos, surgen por fin en el centro unas burbujas: ha llegado la respuesta. Nadie sabe, sin embargo, qué significa eso exactamente. Es natural, por lo tanto, que aparezcan a continuación las dudas: quizá no fuera tan sólida la piedra que lanzamos, quizá no quepa saber qué fue de ella, quizá no haya mucho que entender. Por no pecar de ingenuos ante tanta incógnita, nos pasamos aquí de intrigantes. Es tan vivaz ese burbujeo que nos invita a imaginar que va a surgir del agitado estanque algo vivo y desafiante, quién sabe si algún monstruo muy docto. Incluso sin llegar a verlo, hay suficiente materia de conocimiento en ese bullir como para pensar si no hubiera sido más inteligente no haber lanzado al estanque la dichosa piedra. A qué venía, se preguntan los más temerosos, cuestionar a esa criatura que, sumergida en lo conocido, conoce todo lo nuestro, tan sibilina y escurridiza, tan rebosante en ideas que no hay forma de prenderlas ni de aprenderlas. Se ha quedado pues en entretenimiento banal lo que pudo haber sido un recurso. No es probable que volvamos a mirar atónitos a ver qué pasa tras lanzar una cuestión cuando realmente estamos tirando una piedra. Francamente, me temo que no vamos a sacar mucho entendimiento del flujo pautado de las ondas o explorando las profundidades del estanque. Entender no es extraer ni agitar ni remover lo ya entendido. Para entender hay que fijarse en lo que ahí bulle, porque eso es conocimiento vivo, por más que llegue plagado de reflejos engañosos en los que aún no nos sabemos reconocer bien.

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