Aparte del viejo mobiliario, en su habitación había bien poco: en la estantería unos cuantos libros de segunda o tercera mano, en la mesa un vetusto ordenador de primera generación conectado a una pequeña pantalla y a su lado una taza descascarillada con restos de café. Un universo trivial, un refugio vulgar, un ambiente cotidiano y aburrido. Su salida a deshoras entre gritos y el tremendo ruido que había armado alertaron a un vecino que me llamó asustado. Aunque de mala gana, me levanté movido por un extraño presentimiento y me acerqué hasta su apartamento. Hacía tiempo que no lo pisaba y siempre lo había hecho de día. Nada más abrir la puerta, cruzar el umbral y verlo vacío, aumentó mi preocupación. Pronto me di cuenta de que, presentándome de madrugada, llegaba a un mundo privado, de que invadía su sancta sanctorum.
No se veía mucho, pero era como si hubiera salido de estampida tras alguna llamada urgente. La pantalla seguía ahí todavía encendida, proyectando una pálida luz que envolvía en una densa penumbra toda la habitación. La tenue claridad que cubría la mesa excitó mi curiosidad y me acerqué hasta la pantalla un poco a tientas. Al principio aquello me pareció una artículo de prensa, pero luego vi que había estado escribiendo y que había dejado algo a medias. Quizá fuera un mensaje para curiosos entrometidos como yo, quién sabe si no era su propio testamento. Temiendo que volviera y pudiera sorprenderme husmeando en sus cosas, me decidí a echarle una ojeada rápida. No parecía largo. Tras las primeras líneas, movido por la costumbre, me acerqué la taza a los labios y apuré el café que quedaba de un sorbo.
«Por iniciativa propia vivo aislado creando mundos que puedan sustituir aquél al que prácticamente he renunciado. Ese aislamiento ha provocado en mí un creciente ensimismamiento, pero la imaginación que gracias a él ha florecido me ofrece en compensación variadas fantasías. En ellas veo surgir mundos dóciles, mundos que sé bien cómo someter a mi criterio y en los que además puedo llegar hasta donde deseo. Como con ellos no hago daño a nadie, el bien se pliega ahí sin dificultad a lo dictado por mi mente y en los episodios mundanos consigo incluso proyectarme como ilusionado benefactor. Probablemente quien mire todo esto desde fuera, si eso es posible, me vea como un terrible fantasma sobre mundos que tiritan ante mi inevitable presencia o que soportan afligidos mi monstruosa tutela y dirección. A ojos de ese observador, supongo que este ejercicio imaginativo mío resultará bastante inquietante, pero seguro que aún le parecería peor que me pusiera a corregir, abusando de mis facultades fantásticas, el curso natural del mundo que es propiamente mío, del que al nacer se me dio. Como lo que traía nunca me pareció realmente suficiente, me vería ese supervisor constantemente empeñado en construir, a golpes de voluntad heroica y a costa de todo lo que me rodea, un arbitrario espacio para la evasión y el ensueño. Partiendo toda la inspiración de mí, tanto en éste como en aquellos mundos, quizá le asombre comprobar cómo todo y todos me sirven, una vez figurados y trasladados a ese escenario en el que actúo como soberano director. En realidad, además de ese supervisor, todo el mundo sabe de sobra que no hay soberano sobrio, que lo que a todos ellos les sobra su soberbia. Para confirmarlo no hay más que seguirlos en su despliegue alucinado e imponente: los dones se distribuyen por su mundo en virtud de sus necesidades y los efectos ocurren en atención a la causa primera que su sola presencia representa. Si eres tú lector el que me sigue, reconocerás fácilmente en mí al ensimismado que, arrastrado por su delirio, cree ya ejercer como supremo creador tras haberse forjado con mimo una cárcel exquisita, un mundo fantástico donde todos viven sólo para él.»
Justo había llegado ahí cuando la puerta se abrió. Volvía de la calle con un bocadillo y al verme se cabreó muchísimo. Que qué hacía allí, que quién era yo para andar curioseando, que desde cuándo tenía llave. Tuve que recordarle que él mismo me la había dado un día «por si acaso». Poco a poco mis explicaciones le fueron calmando. Sorprendentemente no le dio gran importancia a verme asomado a la pantalla leyendo atentamente su escrito. Me dijo que había querido escapar de todo lo que andaba escribiendo, que necesitaba despejarse y tomar algo. De repente su tono amistoso cambió de forma radical. Se fue directo a la taza, tiró con rabia el bocadillo en la mesa y, prácticamente fuera de sí, el ensimismado regidor, que tenía por amigo, se volvió hacia mí, su preocupado observador, para abroncarme: «Y encima te has acabado mi café, sólo me has dejado los posos. Esto sí que no se lo perdono nunca a nadie».
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