En nombre de los ideales que marcaron el brillante curso de la Ilustración, le rogué a aquel singular filósofo, siempre tan humilde, siempre anónimo, que fuera absolutamente claro y en lo posible sincero. La pregunta era muy simple: cómo concebía él la realidad. Pues bien, aunque no era de los que solía pisar suelo firme y tendía muchas veces a hablar de oídas, no rehuyó la tarea.
«Como filósofo debería empezar confesando que no tengo tantas luces como para iluminar tan amplio espacio», se vino a excusar haciendo gala de su modestia natural. «Por otro lado, ni siquiera entre todos podríamos hacerlo, por muy lúcidos, y con frecuencia francamente iluminados, que andemos por la vida. Puede que haya llegado la hora de reconocerlo: por ese espacio real nos movemos realmente, pero a tientas. En ese tanteo permanente, al que por oficio filosófico se nos obliga, en lo poco que la realidad emerge resulta bastante confusa y, cuando no emerge, se nos muestra demasiado esquiva, en la práctica opaca, incluso a plena luz. Pero no por eso nos hemos rendido, desde luego. Seguimos buscándola constantemente, bien provistos de nuestra brillante inteligencia con la que nos abrimos paso a modo de candil. Llevamos siglos dedicándole páginas y más páginas, porque intuimos que siempre hay algo que flota y está a punto de revelarse. Nada ha quedado exento, por muy tenues que fueran los rayos que alimentan nuestra luz. La tierra entera ha sido purgada en vano para intentar reconocer su contenido real. También el cielo, que tan pronto vemos tenso y gris como negro y cuajado de estrellas, nos suele guiar con su propia luz. Con él tenemos al menos el presentimiento de que algo está próximo a salir de esa pantalla incierta para iluminar la realidad. En el peor de los casos, suponemos que si se desata la tempestad o nos fulmina un meteorito la veremos durante un instante. Pero normalmente sólo es cuestión, nos repetimos una y otra vez, de esperar a que esa bóveda, todavía en claroscuro, rompa aguas y dé por fin a luz para iluminarnos a todos, filósofos y legos, con lo que lleva siglos guardando en su seno. Y si al final, por un casual, no llegamos a tener delante esa realidad de la que tanto nos han estado hablando, al menos podremos educar a nuestro modo y conveniencia el nuevo mundo que el cielo ha alumbrado para así poder escribir una página más. Será una página tan fantástica como las anteriormente escritas, que se añadirá a las que figuran en la historia del saber. Sólo hay que leerlas para aprender cómo con cada mundo nuevo cambia la filosofía para tratar de mantener a raya esa realidad que tan furtiva y díscola se nos muestra».
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