En tiempos tan dramáticos como los que actualmente corren, ponerse a discursear sobre las razones que podemos tener para abrir la boca en público, o para mantenerla cerrada, se tomará por entretenimiento frívolo y a quien lo practica directamente por idiota. Correré el riesgo, pues la cabeza no me da tregua y no paro de hacer conjeturas sobre este asunto tan trivial. Y cuando hablo de abrir la boca no me refiero, claro está, a esas sonrisas en las que apenas se dejan entrever furtivamente una o las dos hileras de dientes o a esas veces en que se farfulla entreabriéndola o torpemente se babea, me refiero a una apertura nítida como la de quien abre con franqueza la puerta a su interior, tanto da si desciende al cuerpo como si se eleva hasta la mente.
En lo relativo concretamente a la mente, lo digo por empezar por algo, parece evidente que la boca es puerto de salida de buena parte de lo que maquinamos y lanzamos después al exterior. La abrimos y damos con destreza curso modulado a nuestra voz para así transmitir los mensajes que bajan de nuestra tumultuosa cabeza y se nos agolpan buscando salida. En general, por esa vía los pensamientos suelen discurrir con fluidez, aunque llegan en ocasiones tan desbocados que se abren paso a base de gritos y alaridos, para aliviar a la mente del hartazgo al que llega a verse sometida. Para entenderlo mejor: la boca actúa ahí como una válvula de presión y, cuando por un momento se cierra, no tardan en observarse las funestas consecuencias. Poco a poco la tensión insostenible va esculpiendo el rostro del sujeto y asistimos de hecho a una metamorfosis que hace de él alguien irreconocible. Los ojos le resurgen saltones como inyectados en sangre, el ceño fruncido dibuja laberínticos y profundos vericuetos, las cercanas comisuras caen a plomo descarnando las mejillas y haciendo visible el rigor de los huesos, y hasta la barbilla se adelanta y le da un aspecto amenazante al encajar con firmeza ambas mandíbulas. Por fortuna, en medio de tanta agitación y malestar, propios en definitiva de las circunstancias, siempre contamos con la nariz como vía de urgencia para respirar, pero aun así atrapamos el aire con dificultad. Pronto comprobamos que la cuota que aspiramos no nos basta. A falta de inspiración que nos permita desplegar las alas y escapar del agobio, sólo le queda a nuestro cuerpo la oportunidad de agitarse y debatirse con una sensación de agonía. En ese apuro, lo sabemos, su atmósfera interior se va tornando tan viciada que le castiga finalmente el pecho impidiéndole tomar más aire y alcanzar un mínimo equilibrio. Evidentemente callar no es ahí solución, y más si se ejecuta a boca rigurosamente cerrada.
De forma más sosegada actúan quienes callan por temor a hablar. En este grupo destacan sobre todo quienes se resisten a emitir su opinión. Opinar en público es mucho más que hablar y las consecuencias son por tanto mayores. Sin embargo, mantener los pensamientos almacenados a la espera de momento oportuno no es lo mejor, puede que no sea ni beneficioso. No tanto por lo que se les priva a los demás como por la sensación de que los pensamientos, al entrar en una periódica circularidad, acaban por ser tan dañinos como un taladro mental y generar un estado obsesivo de ansiedad. Algunos lo solucionan actuando con discreción, evitando los pronunciamientos generales y acotando su público. Aunque de poco vale si el mensaje resulta molesto y el poder se empeña en cerrarle la boca. No aparecerán los signos anteriores, pues nada nos impedirá respirar, pero aquello de batir alas y escapar se nos hará cada vez más urgente.
Frente a toda esta abundante legión de mudos estarían quienes padecen de incontinencia verbal. Aunque parezca lo contrario, no lo tienen estos mucho mejor. Con buen criterio, los demás suelen darles abundantes razones para mantenerse en silencio. Razones que desoyen aun a riesgo de perecer casi ahogados por su afición a los discursos interminables. Llegados a cierto punto, tampoco los pensamientos les sobreviven, ya que no se pueden expresar con claridad suficiente como para resultar inteligibles. Muchos creen ejercer su derecho a manifestar libremente su opinión, pero apenas son conscientes de que su opinión, aun siendo libre, es irrelevante y hasta cansina por quienes obligadamente le escuchan. Se sienten campeones del derecho cuando sólo son empecinados pelmas sin nada interesante que decir. Éste del discurso vacío, la clásica verborrea, es uno de los delirios más comunes y quizá el único que se experimenta despierto y donde aún se conserva un halo de lucidez. Después de todo, en cogiendo carrerilla, hilar palabras no es tan complicado como parece. Ahora bien, demostrar criterio en el discurso y, más aún, que éste resulte de utilidad es algo que está a otro nivel. Si lo previsible es que a nada de eso se va a llegar, ya tenemos una razón clara como para cerrar la boca y ahorrarles tiempo y molestias a los demás.
Al empezar por la mente y penar en las razones para no hablar, he dejado ver cuál es mi preocupación ante el silencio ocasional o perpetuo, forzado o voluntario; una preocupación no muy diferente, por otra parte, de la que puede tener cualquier humano actual. Pero si nos vamos a otros humanos más primitivos, podemos dejar a un lado la mente. Aun sin dejar apreciar la importancia de los aullidos y gruñidos, como tosca evidencia de lenguaje, reconoceremos que la boca, una vez abierta, tenía en ellos como misión principal la de comer algo que ayude a sobrevivir. Aquí la boca tiene un papel fundamental, tan imprescindible y filológico como el respirar. Esto lo vemos en los animales, particularmente en los mamíferos, tan similares en muchos aspectos a nosotros. Si lo miramos con cierto desapego, entenderemos que comer es en sí mismo y en cualquiera de las especies un espectáculo. En nuestro caso, la comida concede a la boca un protagonismo claro en la escena. No sólo se muestran los dientes con crudeza, si no que son dedicados a la terrible función para la que están preparados. Comemos con naturalidad, rasgando, salivando y masticando restos de otros animales, una función que bien mirado es repugnante. Cerrar la boca carece ahí de sentido, porque para seguir viviendo dependemos de poder mantenerla abierta. Abrirla con discreción, sin dar la sensación de que se está devorando una víctima, ni es sencillo ni nos disculpa. Un plato de lentejas no ofrece mayor problema, pero quien va despiezando y llevándose a la boca las patas o la cabeza de un animal puede que se plantee el acto de comerse unos a otros como una monstruosidad. Ver ejecutar al comensal de enfrente en la mesa esta operación aparentemente convencional pone en evidencia la crueldad del espectáculo y deja incluso mal sabor de boca. Si ni siquiera sirve de disculpa el fino escrúpulo de una señorita a dentellear el trocito de carne ensartado en el tenedor, cuánto más será el horror cuando tenemos delante a alguien peleándose y tragando con zafias maneras una tremenda paletilla de cordero. No es de extrañar que entre ellas se haya extendido ese reflejo pudoroso de llevarse la mano a la boca nada más tomar el bocado. La idea de que el acto de comer tiene algo de agresivo e imperdonable nunca nos abandona del todo. En eso ellas nos van marcando el paso.
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