«Hago lo que debo, no lo que a ti te debo sino lo que a mí mismo me debo, pues al hacer cuentas ante todos demuestro que nunca por pequeño seré tu deudor, que quiero ser ante todo mi propio dueño.»
Frases como ésta se lanzan al aire en rima consonante, engordando el énfasis y agigantando ligeramente la figura, un poco a cara de perro literato, para impresionar al de enfrente cuando éste sostiene ante uno, sonriente y muy crecido, la brújula, la batuta o incluso la correa. De la convicción demostrada penden la dignidad que se siente y la libertad a la que se aspira. Sin duda. Pero esa convicción y las consiguientes proclamas —valga como ejemplo la de arriba— crecen a veces ajenas a la realidad. La ilusión de ser uno mismo, sin deudas, cargas o hipotecas, nos lleva a coquetear con la impostura y obliga a entrar en un mundo teatral en el que no siempre uno está cómodo. Palabras mayores serían instalarse a vivir en él, pretendiendo ser lo que definitivamente uno no es, por ejemplo libre, pero eso es al final una sensación y queda ya para cada cual digerirla a su manera. Ante los demás, tampoco hay razón para que uno se acepte sometido, es cuestión más bien de conocerse y de reconocer la medida de la propia convicción, así como lo que estaría dispuesto a aguantar para mantenerla viva. Normalmente los golpes no se reciben de esa figura prepotente, con cuya escala uno en un principio cree medirse, sino de la propia realidad, de la más cercana, poblada de gregarios ruines, de gente conforme de seguir bajo su yugo colectivo. A quien se proclama libre puede que aquel de arriba lo ignore o, si lo conoce, puede que no lo soporte o incluso que lo persiga, pero lo que es más seguro y decepcionante es que sean sus próximos los que no le crean y los que, al escuchar ese gallardo desplante sobre el ser y el deber, simplemente se rían.
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