He iniciado estudios, nunca más allá de la Wikipedia, para enterarme de qué supone ser Doctor en divinidad o Divinitatis doctor. Me intrigan desde siempre los estudiosos académicos de Dios, del único y verdadero por supuesto. Entiendo que, al no disponer de pruebas a la vez materiales y divinas, no se puede avanzar por la vía empírica. La ciencia pasa a ser vista como una estrategia demasiado humilde, que tiene algo de rastrera. Ahora bien, pese a la falta del dato divino, nada impide a los doctorandos recrearse en las manifestaciones que vienen a observar en el comportamiento humano y les sirven como base de análisis. Gracias al uso sutil de esa palabra, manifestación, admiten como acción divina casi todo, a excepción quizá del Mal, siempre tan ubicuo y persistente Bien mirado, el doctorado en esta materia tiene más de constructor que de analista. Es él, acompañado de otros de su gremio, quien ha ido levantando para el Bien una sólida ciudadela, tan alta que se pierde en el cielo. Los creyentes son el perfecto material para desarrollar su plan magistral. El que cree, al menos en el Bien, trabaja con entusiasmo en ese empeño, aunque sólo los doctores en divinidad alcanzan a ver el trono. ¿Vacío o lleno? Jamás llegan a decantarse y quizá por eso el Bien no llega a estar a salvo.
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