Del mismo modo que otros tallan madera, pintan paredes, cortan la hierba o lanzan insultos frente al ordenador, a mí me dio por organizar y dar caprichosa forma a toda una legión de células. Debido a su mastodóntico número, acabé proponiéndome lo más obvio: crear un mastodonte. Si lo piensas, organizar algo así no es tan difícil. Lo más difícil es encontrar y reunir todo el material necesario. Como las células están por todas partes, en principio para recolectarlas no debería de haber problema. El problema principal es clasificarlas y acantonarlas en distintos cuarteles para que no entren en disputa y se malogren de manera que, incluso antes de empezar, la pretendida organización se quede en nada. Todas esas tareas previas me llevaron días y días de arduo trabajo, pero al final, siguiendo el detallado organigrama que me había diseñado, tuve el acierto de ir formando imponentes regimientos celulares. Fui tan meticuloso que llegué a tener allí alineadas células de todos los tipos de muchas de las especies conocidas.
Con todo dispuesto, llegó el momento decisivo del ensamblaje y la adecuación. Me puse manos a la obra para integrarlo todo con arreglo a la organización que venía prescrita en los papeles. Con los osteocitos fui montando una estructura bastante sólida; empezaron a rodearla de forma espontánea los escuadrones de glóbulos, a medida que se deslizaban por sus estrechos vasos; en lo más alto coloqué el regimiento neuronal central, formando un núcleo poderoso, y desde ahí las neuronas se fueron extendiendo e infiltrando por todas partes hasta formar una compleja red; atravesados por vasos y nervios, fui tejiendo con cuidado amplias formaciones de miocitos, todos ellos afibrados y contráctiles, y fue entonces cuando, como por obra de magia, aquello empezó a moverse; por encima de todo ese conjunto fui disponiendo una tras otra capas y capas de células epiteliales, a fin de cerrar el paso a los intrusos; a partir de ahí, me fui remitiendo de vez en cuando al diagrama para completar el organismo con los restantes regimientos celulares. Cuando finalmente y con mucho esfuerzo logré colocar todas las células en su sitio, procurando en todo momento mantenerlas en armonía para que no se desgraciaran, cada una de ellas estaba ya presta a cumplir con su función.
Atendiendo como estaba a los últimos detalles, apenas llegué a reparar en la tremenda criatura que se levantaba ante mí. Miré una vez más el organigrama para que no quedara nada al azar en el flamante organismo. La verdad es que había partido de un diagrama quizá demasiado sencillo, donde el mastodonte era concebido como un ente minuciosamente articulado, justo hasta la última célula. Sin embargo, puede que allí no pudiera reconocerse del todo aquella mítica criatura, de la que por desgracia sólo nos ha quedado un vago recuerdo, algún dibujo y una concepción algo imaginaria. Así que la sorpresa, mejor la decepción, no tardó en llegar cuando aquel organismo descomunal, una vez erguido, trató de ponerse en marcha. Fue entonces cuando me di cuenta, absolutamente desolado, de que lo que había organizado no pasaba de ser una versión más, bastante monstruosa por cierto, del organismo humano.
Cuando para contemplar mi obra, me planté frente a este nuevo homínido, el resultado me pareció horroroso. Mi enfado creció a tal punto que inmediatamente dejé de mirarlo y, con tremendo cabreo, me di media vuelta. Mientras lo iba dejando atrás, no podía parar de mascullar: «¡Joder, cuánto tiempo perdido! Ya se puede poner éste a cuatro patas que nunca jamás llegará a mastodonte». No sé bien si aquel inocente humanoide entendió mi arrebato o se sintió menospreciado. El caso es que mis palabras actuaron en él como un resorte. No sólo se puso en marcha, sino que salió al trote, como desbocado, como si quisiera huir. Tan precipitada fue su carrera que ni se molestó en ver que su fanático diseñador, su brillante creador, marchaba por delante. En su huida loca me pasó por encima, desentendiéndose por completo de este humilde atropellado, del humano al que, tras darle vida, había ganado la posición.
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