Nunca está del todo claro lo que un error enseña. Más allá de recibir un inesperado y vergonzoso castigo nos devuelve a un terreno incierto donde creemos que el acierto aún permanece oculto. El recurso fácil es negar el sentido de marcha, que tras el error queda rechazado, para tomar justo el contrario. Pero, aunque eso nos asegure que no iremos a parar al mismo error, no nos libra de caer en uno nuevo. Con pensar que nos movemos en una línea, como entre dos polos, la negación de algo debería dar lugar a acierto tras ir a la exacta contraposición. Sin embargo, ésa es una fórmula abstracta y algo ilusoria. Normalmente negar significa más bien abrir horizontes y eso nos empuja a una nueva ya agotadora búsqueda de la solución acertada, la cual tampoco será necesariamente la óptima, si no es peor y se trata de un nuevo y más penoso error. Ante este oscuro panorama, aprender a detectar errores sería la mejor enseñanza, quizá la única posible. Sin embargo, tras reconocer nuestro error y desconfiar de lo contrario, acabamos con la impresión de que el terreno que se extiende ante nosotros es como un campo de minas. En ese punto, o sea aprendiendo detección de errores, tanto propios como ajenos, es donde solemos encontrarnos la mayoría de nosotros. Probablemente negar la detección de errores y pasar a la de aciertos parecería augurar más éxitos, pero tampoco asegura mucho. De entrada la detección de aciertos se nos antoja una enseñanza de un nivel bastante más elevado. Nos desenvolvemos ahí en una disciplina en la que uno se codea ya con astutos doctores. Menudea en ella el falso acierto —por aquello de no llamarlo error—, siempre con la mente puesta en la temible contradicción, un fallo que para cualquier pensador, al menos si es tenido por certero, supondría una caída degradante de imposible recuperación.
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