Al primero la ocasión le sale al encuentro prácticamente en cualquier parte, mientras el segundo busca angustiado la imprescindible cita entre las notas de su escritorio o subido por la estanterías de las bibliotecas. El erudito no pasa gran apuro por confesar llanamente que algo no lo sabe y puede vivir tras haber sido condenado por declarar que tampoco le interesa. Eso es algo que jamás se permitirá ningún miembro oficial de la sabiduría, ordenado caballero pedante como buen conocedor de los entresijos culturales del mundillo. No digo que lo suyo no sea labor de intriga e investigación y, frente a eso, puede que hacerse erudito de a pie no sea tan complicado. Bien es verdad que para ello siempre hay que tener ciertas condiciones, pero más que eso importa saber acertar en la lectura de la vida. Porque la vida es un gran libro del que siempre se puede aprender si con la debida atención se mira lo que en él se muestra. Llega a erudito el que mira ahí sin cesar y se queda con lo que le parece más sorprendente; del otro lado están los que prefieren escoger su público y buscar sitios donde su retórica luzca. Pero, como decía, en la vida mirar es aprender y aprender de la vida significa también afrontar sin temor las taras que impone. Fijémonos en el menosprecio, por ejemplo, que es algo que el timorato pedante difícilmente soportaría. Aun así, no nos hagamos ilusiones triunfales con el erudito: su actitud franca, aunque heroica, jamás podrá con la actitud impostada, con la que el pedante interesado crea a la medida de la situación y de su lucimiento, ya se trate ésta de una conferencia, una tertulia o una simple reseña. Es justo en esas plazas fuertes donde el pedante muestra con orgullo, diríamos que casi con alevosía, sus saberes. Con ese fin no le importa discrepar de la vida sin inmutarse, alegando que lo que ofrece es siempre demasiado corriente y vulgar o que no vale de nada entrar en discursos dicharacheros. Nadie debería empeñarse, pues, en buscar al pedante en la calle, habrá que descubrirlo si acaso en cafetines y seminarios, atrincherado con los colegas, porque es evidente que le encanta el ambiente de sacristía y le abruma salir afuera. Finge desconsuelo por la incultura de la gente y se duele teatralmente de los que hablan en cualquier parte sin propiedad, no son capaces darles el justo énfasis a sus palabras y, aunque tratan de pensar, no saben cómo entrar en trance, soltando sus reflexiones a la ligera. Sin abandonar su pose de ponderada crítica, sigue en su tono de queja para tachar esas reflexiones de arbitrarias e innecesarias, porque le parecen demasiado libres y además no traen la cita a pie de página. No es ése el caso del erudito llano, pero tampoco a éste le gustan las ambigüedades. Del mismo modo que alivia a cualquiera de su torpeza o de su olvido, no le duelen prendas por colocar los puntos sobre las íes; igual que trae a conocimiento el dato preciso y la solución más obvia, advierte de la llegada de nuevos y muy concretos problemas. Ya que cito el olvido, tampoco es que le deprima demasiado ver cómo flaquea su propia memoria. Y en lo que al olvido público se refiere, le preocupa bien poco verse orillado de la corriente académica y alejado de cualquier honor. Es muy consciente de que, con su espíritu inquieto y curioso, su temple sosegado y discreto, y su expresión sencilla y directa, no sirve para esos oficios vidriosos que son objeto de disputa y oposición, y menos aún para dictar sentencia sobre los intereses y obras ajenos. Como no tiene reputación notoria que defender, no teme arruinarse por decir lo que le venga en gana y ante cualquier público. Contrasta todo esto con el caso el de los oficiales del saber, esos que llenan a diario las aulas. Más que tristes se sienten cuestionados cuando ven pasar sin pena ni gloria por debajo de su ventana al mismo erudito ambulante que hace corro en el parque. En el fondo envidian verlo tan fresco y solicitado, tan incombustible frente a penas que para ellos serían demasiados agrias. Desde luego que no es lo mismo eso que pasearse por el parque para calmar los nervios media hora antes de salir a escena. Y no es lo mismo subir a la tribuna con etiqueta de intelectual que manifestarse en una taberna de las afueras, animado por una parroquia entre perpleja y divertida. En todo caso, a la hora de comparar, es fácil imaginar en cuál de los dos lugares se dice y se enseña sin tapujos la verdad.
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