En este pequeño país se ha practicado entre el público, a plena luz y sin ningún pudor, una persuasión, o mejor una maniobra inductiva, que tiene poco de inocente. Aparentemente lo que con ella se pretendía era convencer a quien se pusiera a tiro de algo que sus valedores tenían por incuestionable. Lejos de seducir mostrando el encanto o la virtud de su oferta, la maniobra adquiría casi siempre un tono coactivo al colocar al individuo ante una suerte de chantaje moral. Con el fin de alinear a los despistados, ociosos o desmotivados en un frente común, todavía un poco despoblado y manifiestamente minoritario, se les hacía entender que, si no se unían a lo que se predicaba, estaban abdicando de su pertenencia al grupo. Eso los condenaba de algún modo al aislamiento y la vergüenza pública. Con esa idea en la mente, solía salir a la plaza, cuando no al púlpito, el predicador de turno. Su abnegada misión era concienciar a toda esa gente renuente. Dejaba desde el principio claro que para cualquiera era mucho mejor responder a su maniobra y concienciarse de buena gana que no verse después obligado a entrar al redil a la fuerza por la puerta pequeña. Con el aumento de la masa concienciada se llegaría a un punto crítico en el que propósito militante sería aún más atractivo. El grupo inductor resultaría entonces decisivo en el conflicto que con total seguridad se abriría para imponer a todos una conciencia universal y homogénea basada en sus principios.
Desde el punto de vista personal concienciarse venía a ser para el renuente, o alienado como se decía a veces, algo así como sacudir su conciencia. La idea era que pudiera abrir los ojos a una nueva realidad en la que cobraba repentino interés lo que él antes no podía o no había creído interesante ver. La larga y bien conocida tradición de maniobras doctrinales le hace a uno entrar en duda de si tomar conciencia es hoy en día un modo de fijar la atención sobre lo nuevo o de fijar posición en un credo. Porque una cosa es orientar el punto de mira hacia aspectos que son poco visibles y otra bien distinta anclar el concienciado su conciencia para que deje de moverse por su cuenta. La primera opción satisface nuestra curiosidad natural y es punto de partida de iniciativas de investigación más o menos científicas. La segunda opción, sin embargo, hace del concienciado un tipo teledirigido y, en algunos casos, un peligroso converso. Hablo de peligro, porque no ha sido tan raro verlo aplicar en primera línea, como militante, métodos de inducción mucho más resolutivos, incluso violentos llegado el caso. Es verdad que en los asuntos para los que hoy se reclama concienciación no se ha llegado a esa fase, pero el historial de abusos sigue ahí. Cuesta poco ver que, si se desmadra, la concienciación degenera en avasallamiento y conversión a la «verdadera» fe, renunciando a la apertura de debates en los que prime la libre opinión.
No me tranquilizan en absoluto —más bien confirman mi sospecha de que concienciar puede acabar en una maniobra tóxica— algunas declaraciones que leo en los medios. En concreto, me ha llamado la atención una «iniciativa popular» donde en lugar de la fórmula tradicional, o sea concienciar (que quizá se considere ya demasiado invasiva), se emplea otra que habla de promover la conciencia a favor de. Sabemos de sobra que el margen que ahí se ofrece para el ejercicio de la libertad, particularmente cuando se vive en entornos pequeños de vocación colectiva y cerrada, es más que relativo. En el mismo lado quedarían el concienciar y el promover la conciencia a favor, mientras que al otro lado quedaría solo el que no se conciencia. Si además pide que se abra a debate esa cuestión, justo la que debe aprobar en conciencia, se le puede augurar un duro rechazo por parte de los concienciados, que abrazan firmemente su creencia, vieja o reciente, como un principio de fe.
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