Me gustaría enfrentarme a las noticias de la mañana sin que me acometa y me consuma el ardor. Es éste una ardor peculiar, una calentura que prende de entrada en la cabeza. Basta un dicho, un adjetivo o una declaración para desatar ese tormento, intenso como el fósforo y súbito como el rayo. A partir de ahí llega de inmediato mi respuesta, por muda que parezca. Por mi naturaleza, la vivo más que la pienso y por eso nunca consigo que sea templada sino colérica. Es además bien frustrante, pues, a diferencia del rayo, no alcanza a nada ni a nadie, sea individuo o institución, que pueda ser tomado como objeto de represalia por su acción funesta, y menos aún a cualquiera de los que con su torpe pluma les regalan una inmerecida presencia. De lo que no tengo noticia es de por qué una vez desatada la cólera, si no queda satisfecha, se interioriza y con ella el ardor se infiltra y progresa por vías orgánicas, con lo que el cuerpo acaba rugiendo por donde mejor puede. El estómago parece en estos casos presa fácil, al igual que ese vientre siempre voluble, por lo que acabamos con ambos haciendo del ardiente tormento una tormenta inoportuna, que se manifiesta ora en copiosos vómitos ora en retortijones siniestros. En todo caso, sea cual sea la salida por donde brotan y triunfan esos revulsivos, el resultado es un destemple fenomenal. Confirmada nuestra derrota física, sólo podemos ser vistos como desoladores intérpretes de la realidad, dado que percibimos mucho más claramente las amenazas que las auroras. Temerosos y compungidos, casi temblando, abandonamos a diario esa cruel disciplina matinal y nos preguntamos siempre lo mismo: ¿no sería mejor renunciar a ella? Deberíamos considerarlo seriamente, pues resulta evidente nuestra incapacidad, casi patológica podríamos decir, para recibir con serenidad y entereza, o sea como auténticos soberanos de este mundo, las noticias que sacuden y hacen temblar el planeta.
No hay comentarios:
Publicar un comentario