Este es un lugar apartado y solitario al que nunca nadie se acerca. Tampoco importa demasiado, porque al que aquí vive le basta con lo que tiene a su alrededor. El bosque lo ha acogido en su seno y de sus árboles ha hecho sus hermanos. A veces se pierde entre ellos, guiado por las sendas de siempre. Le entretiene buscar por el suelo las hojas caídas y recoge las de formas más caprichosas. Al volver a casa, las reúne sobre la mesa y las ordena formando una vistosa colección. De vez en cuando repasa sus formas, las imagina en serie continua y nunca deja de intrigarle cuánto poder tiene la metamorfosis, aunque sólo sea mental. Es de los que cree que llegará el día en que alguien, de un modo u otro, descubrirá la colección y que tras el descubridor aparecerá otro empeñado en interpretar la secuencia y de paso la última y secreta intención del coleccionista. Podemos adelantarles que nunca ha pretendido hacerse con las más perfectas o brillantes hojas, que sólo ha querido que las escogidas reflejaran de algún modo los dramáticos vaivenes del tiempo. Así que, por muy negado que sea el intérprete ocasional, seguro que una de las hojas le hablará del día en que nació allá arriba en las alturas y a ella le seguirán un montón más que contarán con detalle cómo daban sombra y con qué mimo protegían a los nacientes hayucos, piñones, castañas y bellotas. Vendrá luego el turno de las hojas afligidas, de aquellas que fueron arrancadas de cuajo por un tormentoso y desabrido vendaval y por último tomarán la palabra algunas supervivientes de las que se vieron arrastradas hasta el suelo y dejadas a merced de la lluvia, el frío y la nieve invernales.
Con esta afición a las hojas ya se adivina que, aparte de pasear y cuidar de su burro, su vaca y sus ovejas, su mayor entretenimiento son esas revisiones sobre la mesa y las continuas recreaciones que va advirtiendo en su colección. A esto se le puede llamar, si se quiere, lecturas. Y como lecturas, son tanto más interesantes cuanto más raras e imperfectas se revelan las hojas en conjunto. Pero en esto de las lecturas, por asombroso que parezca, él suele ir bastante más allá. Le entusiasman, pero no se conforma con esas lecturas sobre las hojas. No hay más que verlo tumbado durante horas en el centro el prado, entre sus ovejas, siguiendo el enigmático curso de las nubes. Con ese cuadro infinito a la vista, a veces le da por creerse capaz de interpretar los oscuros mensajes que desde arriba se nos envían. Es como jugar a adivino. No por eso se ilusiona con meteóricos dioses, ni con encontrar ahí ciencia, ni con hacer predicciones que, llegadas además desde un lugar tan apartado y solitario, prácticamente desde el fin del mundo, nadie creería. Mira y lee en las nubes como si fuera un juego, por placer simplemente; placer al ver cómo en un momento todo cambia y, poco después, todo de nuevo se concreta. Le gusta contemplar la travesía de esas masas algodonosas, evanescentes e indefinidas. Ha llegado a convencerse de que no hay ningún objeto, al menos entre los visibles, más libre que ellas. A los objetos invisibles ni los cuenta, porque ha notado que, en cuanto decide imaginarlos, se vuelven sumisos y dejan de ser libres.
De vez en cuando, baja hasta el arroyo. Con el rumor de sus aguas como música de fondo, disfruta asomándose y contemplándolas desde la orilla. De cerca le asombran las aguas por claras, pero si se aleja un poco empieza a entender mejor su destino, no siempre divertido sino tortuoso y demasiado encauzado. Aunque las aguas parezcan ahí prisioneras en su ruta, eso no quiere decir que el arroyo se vea invariable y le diga siempre lo mismo. Cada día es distinto: son la luz y las sombras lo que define en definitiva su humor. Así que, cuando escucha atentamente las aguas en su fluir, siente como si le susurraran. Al principio, lo que que cuentan parece un largo y monótono discurso, pero ese discurso pronto adquiere matices inesperados y viene a concretarse en expresiones fascinantes. También escuchan, pero desde el fondo, algunas tímidas truchas, que escapan asustadas en cuanto a él le da por remover las aguas. Tiene esa manía. Dicen las propias truchas que lo hace porque un día las aguas le contaron un extraño cuento. Era el de un muchacho que frecuentaba la orilla, pero, en vez de escuchar allí el rumor, se quedaba prendado con su retrato. Al final se sentía el protagonista del cuento y siempre que iba era lo mismo. Aquello sentaba tan mal al arroyo que un día, con enorme esfuerzo, formó una gigantesca ola y se lo llevó. Eso al menos contaban las truchas. A él no cree que eso le pase, pues no tiene mayor interés en protagonizar nada. Bastante tiene con encontrarles sentido a las zambullidas de las ranas en la badina y al curso ininteligible de la corriente cuando atraviesa los rápidos. A pesar de haberse convertido en un lector impenitente de esas aguas, se queda solamente con unos cuantos momentos, no da para más. Son momentos de una misma pero variada historia, de la que cuenta el arroyo cada día. Porque, si bien este lugar puede ser visto como apartado y solitario, en él siguen cobrando vida infinidad de historias. No son grandes historias, son historias sencillas, de la naturaleza. De su curso hace ella ahí discurso y se permite hablar en directo, pero sin gran esperanza de que alguien alguna vez la escuche.
Con esta afición a las hojas ya se adivina que, aparte de pasear y cuidar de su burro, su vaca y sus ovejas, su mayor entretenimiento son esas revisiones sobre la mesa y las continuas recreaciones que va advirtiendo en su colección. A esto se le puede llamar, si se quiere, lecturas. Y como lecturas, son tanto más interesantes cuanto más raras e imperfectas se revelan las hojas en conjunto. Pero en esto de las lecturas, por asombroso que parezca, él suele ir bastante más allá. Le entusiasman, pero no se conforma con esas lecturas sobre las hojas. No hay más que verlo tumbado durante horas en el centro el prado, entre sus ovejas, siguiendo el enigmático curso de las nubes. Con ese cuadro infinito a la vista, a veces le da por creerse capaz de interpretar los oscuros mensajes que desde arriba se nos envían. Es como jugar a adivino. No por eso se ilusiona con meteóricos dioses, ni con encontrar ahí ciencia, ni con hacer predicciones que, llegadas además desde un lugar tan apartado y solitario, prácticamente desde el fin del mundo, nadie creería. Mira y lee en las nubes como si fuera un juego, por placer simplemente; placer al ver cómo en un momento todo cambia y, poco después, todo de nuevo se concreta. Le gusta contemplar la travesía de esas masas algodonosas, evanescentes e indefinidas. Ha llegado a convencerse de que no hay ningún objeto, al menos entre los visibles, más libre que ellas. A los objetos invisibles ni los cuenta, porque ha notado que, en cuanto decide imaginarlos, se vuelven sumisos y dejan de ser libres.
De vez en cuando, baja hasta el arroyo. Con el rumor de sus aguas como música de fondo, disfruta asomándose y contemplándolas desde la orilla. De cerca le asombran las aguas por claras, pero si se aleja un poco empieza a entender mejor su destino, no siempre divertido sino tortuoso y demasiado encauzado. Aunque las aguas parezcan ahí prisioneras en su ruta, eso no quiere decir que el arroyo se vea invariable y le diga siempre lo mismo. Cada día es distinto: son la luz y las sombras lo que define en definitiva su humor. Así que, cuando escucha atentamente las aguas en su fluir, siente como si le susurraran. Al principio, lo que que cuentan parece un largo y monótono discurso, pero ese discurso pronto adquiere matices inesperados y viene a concretarse en expresiones fascinantes. También escuchan, pero desde el fondo, algunas tímidas truchas, que escapan asustadas en cuanto a él le da por remover las aguas. Tiene esa manía. Dicen las propias truchas que lo hace porque un día las aguas le contaron un extraño cuento. Era el de un muchacho que frecuentaba la orilla, pero, en vez de escuchar allí el rumor, se quedaba prendado con su retrato. Al final se sentía el protagonista del cuento y siempre que iba era lo mismo. Aquello sentaba tan mal al arroyo que un día, con enorme esfuerzo, formó una gigantesca ola y se lo llevó. Eso al menos contaban las truchas. A él no cree que eso le pase, pues no tiene mayor interés en protagonizar nada. Bastante tiene con encontrarles sentido a las zambullidas de las ranas en la badina y al curso ininteligible de la corriente cuando atraviesa los rápidos. A pesar de haberse convertido en un lector impenitente de esas aguas, se queda solamente con unos cuantos momentos, no da para más. Son momentos de una misma pero variada historia, de la que cuenta el arroyo cada día. Porque, si bien este lugar puede ser visto como apartado y solitario, en él siguen cobrando vida infinidad de historias. No son grandes historias, son historias sencillas, de la naturaleza. De su curso hace ella ahí discurso y se permite hablar en directo, pero sin gran esperanza de que alguien alguna vez la escuche.
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