Son pocos los que encuentran su camino reflejado en las estrellas. Observadores incansables, descubren en ellas destellos prometedoras, palpitaciones sugerentes e invitaciones claras, llamadas que los demás nunca acertaremos a ver. En el Zodíaco, en sus distintas figuras, podemos encontrar un mundo tan lejano como largamente interpretado. Asociarlo a un escenario por el que salen a la luz nuestras emociones más íntimas es algo más que una metáfora. Hay metáforas, y esa sería una de ellas, que descienden en nuestra mente hasta sustratos muy hondos, al punto de sintonizar con registros arquetípicos, con fibras muy elementales, donde quiera que todo ese material se encuentre. Sacar de la disposición estelar más conocida una osa es una ilusión atrevida, no más en todo caso que hacer de la constelación cercana un arquero. Y así, mientras unos ven la bóveda iluminada por un aluvión de diminutas luces, otros hacen desfilar por ese escenario personajes verdaderamente insólitos. Lo asombroso es que para algunos esos personajes, traspasando la metáfora, acaben por pasar a formar parte de su propia vida. No los culpo. Dejarse ganar por el influjo de las estrellas es tentador, porque al final si uno se aplica puede descubrir en el firmamento todas las combinaciones posibles. De hecho, es tal su número que deja en ridículo los posibles encuentros y desencuentros que podamos observar en nuestro mundo sublunar así como en las atracciones y rechazos que van marcando nuestra conducta. En cierto modo lo que no conseguimos adivinar es que en el firmamento está escrito todo y que sólo nos falta descifrar el lenguaje de las estrellas, el que sostiene ese escenario tan fastuoso. Si difícil es descifrar la intención de una estrella y darle sentido conjuntada con sus próximas, mucho más es interpretar la enigmática presencia allá arriba de las nebulosas y las galaxias. Sólo una, la más cercana, la nuestra podríamos decir, ha merecido la atención general de los exploradores estelares en casi todas las culturas. Hablo, claro está, de la Vía Láctea.
Entre nosotros la Vía ha dado pie a mitologías muy sugerentes, pero en otros lugares ha quedado reducida a su expresión más evidente: no ha dejado de ser un camino, un camino hacia el infinito. De todas estas evocaciones, una de las más atractivas es la que parece común entre los nativos del Norte de Australia, desde Arnhem Land a las cercanías del estrecho de Torres. Cultiva esta gente una arte singular. Algunas de sus obras más significativas están representadas sobre las cortezas de los árboles. No se trata de anagramas sobre el amor eterno, tan propio por aquí de los adolescentes, se trata de monumentos funerarios, de fórmulas rituales de despedida. Emplean para ello troncos que las termitas con el tiempo han ido vaciando y los convierten en postes memoriales. Se supone que en un principio se depositaban en el interior del poste los huesos del difunto, dejando de este modo que su mirada buscara a perpetuidad su destino en el cielo. Estos postes guardan alguna similitud con los totems americanos, pero difieren bastante en su decoración. Aunque se dan los registros zoomórficos, no parecen apelar a futuras transfiguraciones en el mundo animal. Aquí se mira directamente a los astros, dibujando o bien estrellas o bien figuraciones geométricas. Por eso es tan recurrente ver reflejado en ellos el camino estelar por antonomasia, una vez más la Vía Láctea. Los larrikitj, que así se llaman estos postes, son parte muy significativa en el arte de algunas de esas culturas australes. Está el caso de los yolngu, cuya representante más conocida podría ser Naminapu Maymuru. Ella precisamente es la autora del larrikitj que aquí muestro. El título de la obra es Milngiyawuy (nombre que dan a la Vía Láctea) y es de 2004. Probablemente sea Naminapu Maymuru una de las representantes más notorias de lo que en Australia llaman con aviesa delicadeza arte aborigen. En fin...
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