Llegados a cierta edad, como se puede suponer que la vida, quieras que no, ya nos ha enseñado repetidas veces sus afilados dientes y que ocasionalmente nos ha acariciado también con sus aterciopelados labios, creemos casi un deber (deber que cumplimos sin ningún disgusto) hacer recuento de lo vivido por escrito. Haber salido ilesos de esos dientes nos permite presentarnos en el relato como supervivientes, haber disfrutado de esos dulces labios nos avala como vivientes aplicados. En principio está ahí la experiencia, pero luego intervienen las palabras que siempre tienen la virtud de darle la forma más conveniente. A estas alturas, sería una ingenuidad creer sin dudas en lo que diga el relato final. Por otro lado, se ha extendido la idea de que ya de mayor cuenta uno con total libertad lo que antes no se atrevió a decir y no hay que leer entre líneas los secretos largamente guardados. Pero no es así, las memorias escritas acaban siendo como la propia memoria muy selectivas. En muchos casos es la literatura la que obra el milagro y hace de los recuerdos personales una novela extraordinaria aunque difícilmente creíble. Otros caen en la literatura para largar una secuencia interminable de notas de desigual interés sobre lo que están leyendo, lo que han visto en su viajes o lo que comentan con sus amigos, montando con todo eso una miscelánea donde junto a observaciones valiosas aparecen tremendas banalidades. A su lado, sin pretensiones literarias, están los que elevan el tono y pasan a actuar de eruditos sin moverse de la silla y tirando a fondo de Internet. Para notarios y pseudoeruditos el blog es un recurso bastante utilizado. Creen que el blog puede servir como un espejo público y como medio de difusión, pero lo cierto es que no suele llegar a ser así. De lo que sí sirve es de registro fiel, y eso incluso cuando el blog, como es frecuente, carezca de lectores. Sin temor a críticas acervas y a visitantes inoportunos (ni oportunos), alguien jubilado puede disfrutar de un espacio discreto, ni público ni del todo privado, hecho a su medida para explayarse, soltar lastre y hablar «de lo suyo». Y lo suyo no tienen por qué ser grandes elucubraciones, lo suyo puede ser el cumpleaños del nieto, una visita al museo o el reciente paso por el ambulatorio, cosas más bien anodinas que apenas pueden suscitar interés en nadie. A no pocos les da por contar anécdotas de juventud y entonces el resultado es aún peor. De algún modo, el veterano, apalancado en solitario frente a la pantalla, representa la reclusión del que hace años charlaba a última hora de la tarde en el café o en la barra del bar animadamente con los colegas. Allí el jubilado entraba en entretenida tertulia con otros como él y en ocasiones incluso con gente diversa y más joven. El que así actuaba escapaba al menos de ese ambiente cerrado y típico de las tardes de casino o de hogar del jubilado montadas a base de copa, chistes, chismes y la partida de cartas. Poco a poco, como los cafés y los bares han dejado de ser lo que eran, el jubilado ha encontrado refugio frente a la pequeña pantalla del ordenador. Tras escribir con algún pretexto mínimo de lo primero que se le viene a la cabeza, queda a la espera de recibir algún comentario. Confía que alguien sepa captar la importancia de sus palabras y su esfuerzo por mostrar intimidades. Pero no es como el hogar del jubilado, aquí nadie responde. Lamentablemente está este patio mucho más maleado y casi nadie cree ya en confesiones sin tener contacto visual, aunque parezcan sinceras. El de las confesiones es un género más de los muchos que Internet ha liquidado. Y lo ha hecho en sentido estricto. En todo ese juego de meandros que conforman la red, donde todo es verdad y mentira a la vez, cualquier testimonio, es visto como un simple canal cuya información, por valiosa que pudiera resultar, se dirige directa hacia el desagüe.
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