Al arrimo de la sentencia aristotélica «Nada hay en el entendimiento que no haya pasado antes por los sentidos [Nihil est in intellectu, quod prius non fuerit in sensu]», hay quien ha llegado a afirmar que «no hay materia de conocimiento que no haya sido tratada antes por Aristóteles». Lo cierto es que desde entonces el lenguaje y con él la filosofía han sufrido innumerables mudas, lo que ha permitido a muchos estudiosos actuales «redescubrir la rueda filosófica» y aplaudirse por ello sin mostrar en su obscena exhibición de docta ignorancia ningún pudor.
Volviendo a la máxima de Aristóteles, lo primero que deberíamos establecer es lo que entendemos por sentidos. De forma genérica, los sentidos adquieren significado por su contribución a la percepción sensorial. Como en la percepción partimos del cuerpo, los diversos sentidos buscan soporte en algún órgano sensorial. Así vamos emparejando la vista con los ojos, el sonido con el oído, el gusto con la lengua, el olfato con la nariz y el tacto con la piel, para completar entre todos la lista de los cinco reconocidos. Llegados a este punto, cuando uno intenta captar y registrar otras sensaciones, tiene la impresión de avanzar sin red hacia lo especulativo. La especulación viene de algún modo a quedar cifrada en si existe o no una percepción extrasensorial o, más exactamente, al margen de los cinco sentidos. Ahora bien, no parece posible descifrar esa sensibilidad extrasensorial sin deslizarse a un terreno sumamente resbaladizo: la intuición.
Es evidente que los sentidos, digamos convencionales, determinan en gran medida el modo en que conocemos el mundo. La pregunta entonces sería: ¿el conocimiento depende de forma exclusiva de ellos? Siendo los sentidos condición necesaria para el conocimiento, según Aristóteles, ¿son precisamente estos sentidos la única vía para dar algo por conocido? Sospecho que debemos a la intuición algo de nuestro conocimiento del mundo, al menos en su faceta más inmediata. Puede que el mundo intuido peque de vidrioso, pero ha dirigido con frecuencia nuestros pasos a la hora de indagar. La constatación empírica posterior no ha hecho sino confirmar con frecuencia el conocimiento que ella nos avanzó. Esto nos llevaría a proclamar la existencia de un sexto y quizá de muchos otros sentidos. Sin embargo, la existencia de los mismos carece de respaldo físico y sólo se adivina tras el horizonte especulativo que parece rodear al mundo sensorialmente accesible. Salir de ese dominio de los cincos sentidos es aventurarse con peligro de hacer naufragar el barco que custodia la verdad.
En todo caso, estimo que para ampliar la idea de conocimiento con una forma indiciaria, con un preconocimiento indicativo, habría que redefinir lo que es un sentido. Un sentido es, en sentido amplio, una forma de acceder a lo incierto y de hacer pie ahí. Cada sentido acaba por mostrarnos una geografía distinta y, en consecuencia, una forma de ver el mundo. A medida que el sentido pierde su referencia física y deja de basarse en un órgano común (ojos, oído, etc.), entra en juego la percepción personal, no siempre indescifrable, que sirve de base a sensibilidad extrasensorial. Evidentemente las diferencias personales dan lugar a mundos muy diferentes, pues el sentido con que enfoca el mundo cada individuo es diverso. He citado la intuición, a la que habitualmente se relaciona con ese sexto sentido, un sentido casi ahogado en el humano pero todavía muy vivo en otras especies próximas. En nosotros parece haber quedado como algo residual, sin otro interés que el premonitorio, ejercitándose en hacer augurios o en crear mundos distópicos. En otras especies, sin embargo, sigue enraizado en el instinto como recurso fundamental de supervivencia. Saber dónde están los peligros y advertirlos de antemano ¿es o no es una forma de conocimiento? Presentir o adivinar la solución de una cuestión antes de que el razonamiento llegue a confirmarla ¿es una forma de adivinación o un filtro evaluador de indicios?
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