«Estoy solo. En las zonas más altas de la montaña no hay nadie, aunque no pienso en ello. Mi mente circula por zonas de mi alma que no conocía. Creo que es por esto por lo que siempre queremos volver a estas cotas inhumanas» (Iñaki Ochoa de Olza, Bajo los cielos de Asia).
Estamos equivocados. La soledad no tiene por qué llevar necesariamente a la desolación. Pero el desamparo que provoca es a veces difícil de asimilar, de comprender, de comedir. Cuando no invita directamente al abandono, mueve a buscar urgente compañía. En la soledad siempre hace frío y sólo activando la mente y recurriendo a su energía es uno capaz de encontrar algún calor. El solitario vive el mundo en singular: todo a su alrededor queda a la vez cercano y lejano, no es dueño de nada, sólo de sí mismo. El mundo pasa a ser el sencillo marco que tan pronto le rodea como le ahoga. Es un cerco aparentemente frágil, casi transparente al que se enfrenta acumulando sensaciones cada vez más poderosas. Entre ellas reconoce el miedo, pidiéndole su renuncia desde luego, pero advierte también el impulso inagotable que sostiene su espíritu. Sigue retraído y dentro siente aún demasiado firmes esas fronteras. Cree adivinar algún final, hasta que poco a poco ve surgir en ellas el principio de algo distinto. Y lo que entonces le llega es un fuego dulce y penetrante, una calidez que le hace sentirse más humano y le prepara para entrar en un mundo enteramente nuevo.
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