Empeño imposible, dejar de ser de donde uno es. La renuncia puede ser pública, muy sonada y cargada de solemnidad, como quien abjura. Pero los recuerdos no pueden ser guardados y encerrados; imposible que quepan en una caja, nadie puede enterrarlos antes de tiempo en un ataúd. Puede uno cambiar de lengua, de costumbres, de ideas; por poder puede también cambiar de piel, de cara o de fisonomía. Cabe incluso una solución más radical, esa que se da cuando intenta uno renacer como otro, de otro lugar, de otra tierra remota y pasa a ser adoptado por una urbe anónima donde alivia pesares y la vida es más sencilla. Al final, sin embargo, un simple detalle, una elección nimia, un gesto impensado delata esa raíz lejana que celosamente ocultaba y cubre en un solo instante esa distancia que con tanto esfuerzo agrandó, mostrándolo ante todos, para su sorpresa, como el personaje genuino, el lugareño insospechado, el tipo auténtico que nunca quiso ser.
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