La primera forma de llegar a conocer lo que uno es (no digo tanto como identificar qué es) es ir sondeando lo que cree que es. El elevado o bajo concepto que uno tiene de sí mismo sirve de punto de partida a la hora de estimar posibilidades, imaginar acciones y establecer planes que lo definan. El éxito o fracaso que ahí se cosecha contribuye a alimentar nuevas creencias sobre uno mismo. Insistiendo en ese proceso, se suceden distintas formas de creer lo que uno es, formas que se van echando en una mochila que cargamos sobre nuestros hombros y que con el tiempo empieza a pesar. Tanta es la carga de hecho que no le permite a uno apreciar bien la creencia fundamental, la que sirve a todo esto de sostén y que a duras penas ve. Por fin la crisis se desata y uno pasa a creer lo que no acertaba a ver: que no está en condiciones de determinar mínimamente quién es. Tras esa conmoción, en la que pierde uno toda referencia a su forma original de ser, empieza a convencerse, abrumado por el enorme cúmulo de creencias que arrastra, de que realmente es quien, de un modo u otro, cree que es. Si en algunos casos esta creencia final desemboca con aires solemnes en una profunda megalomanía, en otros, quizá en la mayoría, da lugar a una manía de signo contrario. De tanto creer que está uno ante la auténtica versión de sí mismo, el edificio bajo el que uno mantenía su historial parece innecesario y, bajo el peso de tanta creencia dudosa, se hunde. Defraudado ante tanto intento fallido por conocerse, sin creer en sí mismo, uno pasa a retraerse, a mantenerse reservado. Su propio instinto de conservación lo lleva limitar, a reducir al mínimo su espacio de actuación. Su preocupación ya no es actuar sino ser uno mismo. Una vez arrumbado su crédito e instalado en los escombros, ese descreimiento creciente funciona a la manera de una poda que va mutilando sin compasión el desarrollo de nuevas ramas. Llega así el momento en que, absolutamente descreído, uno ya «no se ve» actuando en ciertos espacios ni ejerciendo un papel en el que encuentra difícil reconocerse. De algún modo todas estas creencias negativas le imponen a uno un marco vital en el que el juego, además de restringido, resulta repetitivo, casi asfixiante. Así, el mundo propio va mermando constantemente, lo que deja al actor, o sea a uno, a la defensiva. Poco a poco corta los contactos a través de los cuales hilaba nuevas creencias, mientras incuba la idea de que no le merece la pena ir más allá. Bajo el peso de tanta falsa imagen de sí mismo, está convencido de que «uno sólo puede ser lo que es». Para su desgracia, «lo que es» no difiere ya en nada de la peor versión que de sí mismo quiso creer. En definitiva, a ojos del minimalista deprimido en que se ha convertido su penosa creencia en sí mismo no sólo define injustamente lo que es sino que arruina irremisiblemente lo que podría ser.
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