Cuando quien habla trata de engalanar su discurso con el fin de seducir a su público, echa mano de los más diversos recursos. La mayoría son de todos conocidos. Está el uso de un léxico extremadamente técnico o simplemente raro, por ejemplo, que tiene un efecto intrigante pues dota al hablante de repentina autoridad y en muchos casos hasta lo subyuga. Puede también salirse de lo común combinando el encendido énfasis con pausas prolongadas, maniobras que dejan al oyente en ansiosa espera. Aunque las palabras provocan de este modo conmoción, no se puede asegurar su efecto positivo, pues tan pronto puede uno ganarse al oyente como aburrirlo y verse enfrentado a su rechazo. Otra posibilidad es trabar las palabras y formar frases breves y contundentes. Ahí el asombro puede ser aún más efectivo, ya que no hace falta que el dicho resulte trascendente y traslade algún principio moral o que nos inculque una regla práctica para nuestro día a día. A veces basta con que el dicho sea sonoro. Luego, una vez redicho, puede que suene a hueco, pero para entonces ya ha ganado terreno y cosechado la aprobación de los más simples. Porque siempre hay quienes se aprestan a celebrar estas sentencias sin acabar de entenderlas, por más que haya otros que en silencio las rumian durante un rato para finalmente decidir que son absurdas e indigestas. Se cuidarán, no obstante, de declararlas en público como tales, pues durante un buen rato resonarán en sus oídos los aplausos fáciles de la mayoría, puede que a hueco, pero resonarán.
Se entra en un nivel superior con un público más exigente si se crean imágenes. Las imágenes poéticas tienen un venero inagotable en la contemplación de la naturaleza, pero no están al alcance de cualquiera. Afortunadamente, hay otras muchas imágenes, meramente formales, que no requieren de demasiado contacto con el exterior. En este sentido la esgrima gramatical y los juegos de doble sentido suelen ser bastante efectistas a la hora de hacer frases. Si tirando por la primera vía se pone uno a explotar la lógica, siempre puede contar con el efecto sorprendente de las tautologías, que además no comprometen ningún significado. De éstas se puede sacar provecho, eso siempre que a uno no le asuste demasiado ahogar la lógica en la nada y presentarla sin cobertura, en sus mondos huesos. Decir «yo soy el que soy» intriga más de lo que asusta, pero lo seguro es que quien lo dice gana cierto lustre como pensador profundo. Otras frases, sin embargo, dejan a su paso desconcierto, sobre todo porque quien las pronuncia quiere con ellas de algún modo definirse y quien las escucha no acaba de verlo. Hoy mismo oía en la radio a uno decir «quien me busca me encuentra» y lo primero que se me ha ocurrido es que el tipo no debe ser transparente, pero a partir de ahí no he sentido ninguna necesidad de buscarle. De la misma condición son expresiones de confirmación exhibicionista, pero carentes de cualquier interés para quien las oye. «A mí me debo» decía otro como para dejar fuera de juego a los demás y poner de relieve un deber bien sencillo y poco exigente, justo el que, quieras que no, tenemos con nosotros mismos. Desde la estupidez bien se puede hacer sin gran esfuerzo pedagogía perversa: «Olvida lo que tienes y piensa en lo que no tienes». Ojo con la mirada ajena, no vayan a sacarnos de dentro al monstruo: «Si me miras, no me digas a quién ves; si no me miras, cuídate porque yo te miraré». Otras más: «Aquí tienes a un devoto de la locura», suelta el cuerdo para absolverse. Junto a éstas, hay un sinfín de expresiones enrevesadas que se caracterizan por no ir a ninguna parte, o sea prescindibles. Atención a este quiasmo: «Si el que quiere puede, una vez que pueda querrá más». Presto ahí el oído para ver cómo suena y la verdad es que no llego a adivinar dónde estallan esa clase de cargas de pretendida profundidad.
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