En nuestro idioma, o al menos en la versión de él en la que me desenvuelvo, tenemos un serio problema con los adjetivos. Seguramente hay los suficientes, porque los traductores no parecen encontrar dificultades para ofrecer similares a otras lenguas en sus traducciones. Lo que igual se observa, tanto en el nivel coloquial como en otros niveles de lenguaje más elaborado, es un problema a la hora de ofrecer con ellos matices y sobre todo de ajustar el grado. Pongamos un ejemplo. Sobre una propuesta de presupuesto que no va con lo que defiendes parece preferible soltar que es asquerosa a señalar que es inapropiada, inoportuna o desequilibrada. Y si lo de asquerosa parece excesivo siempre queda repertorio para tildarla de loca, infantil o venenosa. Hablo de los medios de prensa, cuya gente debería dedicarse más a exprimir el repertorio disponible que o a torturar los adjetivos colocándolos donde hace daño verlos. Sería distinto en la calle donde todo esto, y cualquier exabrupto, podría darse hasta por válido.
Desde luego que esos niveles de los que antes hablaba (coloquial, informativo, técnico, académico, etc) no constituyen estratos del todo marcados e infranqueables. Hay una corriente osmótica permanente que hace ascender lo coloquial en busca de mayor fortuna y prestigio. Reconocemos en esa corriente la vivacidad del lenguaje, llegada del crisol del que al final surgen casi todos los modismos y novedades. Es también natural que exista, junto a ese fundamento, un deseo, no carente de interés, de llevar el mensaje, del nivel que sea, a la mayor cantidad de público. Por eso el coloquialismo, que está en la base del lenguaje, encuentra tan buena acogida en los restantes niveles. Quien recurre a fórmulas coloquiales no trata tanto de aplanar el lenguaje o de ignorar en él recursos algo más exigentes como de hacer guiños, movido por un intento de sintonizar y poner en lengua vulgar lo que se presume difícil para el lector, oyente o espectador medio. Así pues, en sí mismo el coloquialismo no debería constituir un problema para los adjetivos. Es verdad que el efecto coloquial suele ser reductor, pues no hay más que ver cómo en las conversaciones se tiende a abreviar la calificación de las situaciones, así como de los objetos y sujetos, del tal modo que en el afán de ser uno terminante opta por irse a los extremos. Como por aquí no somos especialmente lacónicos, imagino que lo que intentamos es ser más enfáticos y llegar cuanto antes a conclusiones. El caso es que en ese intento tendemos a subrayar, empleando incluso la etiqueta visual, para hacer con un calificativo fácil evidentes unas distinciones que exigirían ser calificadas con más cuidado. Si lo pensamos, esto viene a ser algo así como cerrar la síntesis prematuramente, o sea sin haber completado un análisis para el que evidentemente haría falta aquilatar un poco más las cualidades y las cantidades. El resultado en muchos casos es un lenguaje crispado y muy poco funcional, más destinado a fijar posiciones inamovibles que a establecer acuerdos. Y eso demuestra que, pese a haber tenido en catálogo medios suficientes para ejercer la diplomacia, nos estamos quedando con una mochila de asalto donde sólo cabe la munición.
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