jueves, 16 de diciembre de 2021

Divagación sobre la autoridad

En una entrevista oigo a Jordi Savall hacer un interesante apunte sobre la idea de autoridad: «Uno se siente autorizado, o ve confirmada su autoridad, cuando los demás reconocen en él un conocimiento que merece la pena apoyar». En muchas facetas de la vida ese conocimiento no se refleja en un voto cuantificado sino que el reconocimiento se produce por una suerte de sintonía personal. Alguien tiene la virtud de hacer vibrar a sus próximos porque emite en una onda que ningún otro es capaz de emitir. Evidentemente ese es un camino delicado, cuyo resultado puede ser endiablado. Pensemos por un momento en el poder y en la autoridad  de quien lo detenta sin otro aval que una suerte de intuición o, peor, creando una fascinación colectiva. En la historia conocemos suficientes casos en que, tras imponerse por la fuerza, la autoridad ha acabado bendecida y acreditada por un raro carisma con el que se ha evitado cualquier otra fórmula de aprobación. Esto nos lleva a pensar en otro tipo de autoridad que tampoco los votos reflejan: la autoridad moral. Ciertamente la fuerza es una garantía moral más que dudosa, pero nunca ha impedido que se forje una autoridad bastarda en torno al carisma personal del líder, al que se le reconoce, si no un conocimiento especial, una intuición que merece la pena apoyar. Al final esa autoridad representa el pináculo de una jerarquía de intención inamovible. Como decía, el resultado puede ser endiablado cuando la autoridad es ganada por la vía de la intuición, de la fascinación, de la sintonía. En tales casos se deberían exigir otros avales: confianza en el trabajo común, rigurosa comprobación del conocimiento adquirido y todo ello conseguido mediante un ejercicio moral incuestionable. No conozco bien del todo el caso de la autoridad con la que ante los suyos puede quedar avalado un intérprete musical, pero no creo que sea muy diferente de la autoridad atribuida por consenso de sus pares a un investigador. Puede que la maestría de un intérprete y la autoridad científica tengan en el fondo bastante parecido. Para empezar intérprete y científico requieren haber llegado a una destreza técnica elevada, de lo contrario ni uno podría abordar de forma creativa la experimentación con nuevas técnicas, ni el otro se atrevería a aterrizar en obras hasta entonces no practicados y ninguno de los dos conseguiría ampliar fronteras. Por otro lado, el consenso acredita en el caso científico la validez de lo investigado de un modo no muy alejado al refrendo que el público concede con su aplauso en un concierto. En realidad, ni el público ni la sociedad científica necesitan de un plebiscito con cifras. La garantía de un revisor con conocimiento acreditado y el sincero entusiasmo de los asistentes son suficientes para dotar a científico y músico de una autoridad que, además, en sucesivas entregas no cesa de crecer y consolidarse. Un error bastante común consiste en atribuir autoridad moral a quien se mueve con estos otros parámetros. Pensamos que quien es capaz de llegar a organizar nuestro conocimiento o moldear nuestra sensibilidad aportándonos simultáneamente armonía y euforia no puede mostrarse mezquino en lo moral. No conseguimos entender cómo quien manifiesta un alto grado de sabiduría, esa persona gracias a la cual nos rendimos a la verdad, puede tener una conducta reprochable. Puede que su autoridad profesional esté en manos del conocimiento, pero desde luego la moral no es patrimonio exclusivo suyo. Sobran ejemplos de gente que por sus méritos en el oficio ha sido elevada a autoridad pero que la otra ni la conoce.

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