Conservaba aún sus sueños de juventud, pero sólo conseguía reconocerlos tras sumergirse en alcohol. Necesitaba la mirada vidriosa para advertir entre aquellos matices iridiscentes lo que aún le permitía mantenerla fija, lo que desde siempre le había fascinado. Cuando descendía con veinte copas por debajo del nivel normal todo acababa por ser diferente: siguiendo obediente los fugaces colores de la estela, se imaginaba guiado por la luz. En sus extraños quiebros veía siempre intrigantes guiños y así acababa resultando que apenas se adivinaba nada al fondo. No le quedaba otro recurso que seguir descendiendo a base de copas con la esperanza de que en medio del colorido que le rodeaba, tan neblinoso como engañoso, se abriera un túnel por el que marchar directo hacia la claridad de los viejos tiempos. Desde aquella época tenía clavado un aguijón, pues tampoco entonces logró llegar hasta el final. Claro que entonces era demasiado joven y no había aprendido aún a nadar y entenderse con líquidos tan arrebatadores y turbulentos. Ahora, en cambio, creía saber cuándo salir a flote y cuándo rendirse a esas turbulencias en busca de sosiego. Con esa promesa, seguía buceando con la misma curiosidad de siempre, aunque los ojos le escocieran cada vez más y no lograra vislumbrar ningún recuerdo tranquilizador. Lo que esperaba era recuperar en algún momento los personajes de su infancia con sus atributos afables y su actitud condescendiente, pero por desgracia todo se iba oscureciendo. En el fondo estaba aquella sala siniestra donde contemplaba, en compañía de otros que pasaban por su mismo trance, un repetido aluvión de escenas infames. A merced de guionistas perversos, se le hacían ver películas que nunca llegaron a rodarse, llenas de imágenes que le invitaban a encontrar presa fácil en un amplio repertorio de mundos agotados. Aunque todo eran falsas promesas, siempre le era posible reconocer, confundido entre aquella inmundicia, algún rasgo familiar, algún detalle consolador. Todo acababa, sin embargo, sumido y arrastrado por una impetuosa corriente en la que navegaban a la deriva sus oportunidades perdidas. Era difícil volver al aire puro, había dejado de ser un medio natural para él, siempre entre colegas de cantina y trasnoche. Nada le animaba a subir y asomarse a la superficie, impensable dejarse llevar por el oleaje hasta las doradas playas del pasado. Allí había luz, pero la espera era demasiado soleada y, con el curso del tiempo, demasiado agotadora y aburrida. La ansiedad de un mundo fácil, sosegado y sobre todo fluido tiraba sin cesar desde el fondo y acababa por arrastrarlo volviendo a sumergirlo. Para empezar a ver luces bastaba simplemente una copa más. Gracias a ella, el arrinconado mundo de antaño, aquel donde se guardaban sus sueños más puros y jubilosos, entraba poco a poco en su radar. Llegaba aureolado por el arco iris, convertido en un fascinante caleidoscopio. Quería ser prueba evidente de que todos los recuerdos luminosos seguían aún allí. Alguien le advirtió de que nunca traspasaría realmente aquel umbral, de que todo ahí era ficticio. «¿Por qué en vez de sumergir tu cabeza en la copa, no te vales de algo que te haga volar», le dijo. Desde luego que no era un pájaro, pero al menos sí que tenía una pluma. Sabía que volando entre tanta luz la suya, tan diminuta, parecería ficticia. Y sin embargo, pronto puso proa al pasado, pero sin buscar las luces fijas ni recrearse en amañados coloridos. Y desde allí arriba contó lo que vio, fuera o no fuera lo que había sucedido.
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