De los cuatro elementos de la naturaleza probablemente sea el fuego el más enigmático o cuando menos el que a su paso deja el rastro más visible y no pocas veces el más desolador. Nada hay equivalente a la ceniza en los casos del agua, el aire y la tierra. Aunque sea un elemento transitorio, siempre será la ceniza más evidente que el vapor y menos escurridiza que el hielo. Suspendida en el aire, es polvo intentando eludir la tierra; ya en ella, vaga sin rumbo a merced de aguas y vientos. Nunca alcanzará la nobleza del metal, pero muestra cercana la marca del fuego. Cuando vemos extensiones cenicientas como ésta de la foto, tendemos a pensar que todo ha pasado, que ese piso, no hace mucho ardiente, ya es tierra firme. Pero no es del todo así, nadie se arriesga en esas colinas negras. Con razón temen todos las bocas siniestras que se dejan ver prontas a escupir la última llamarada y consumar su tarea. Hablamos de destrucción, pero en realidad las cenizas sólo son lo que resta tras la reducción de la materia una vez carcomida por el fuego. Puede que la combustión sea un tránsito glorioso, pero no todos los materiales admiten. Cuando son sometidos al fuego, cada uno sucumbe a su modo. De su examen posterior hay quien extrae claves certeras sobre su naturaleza última. Al decir de algunos augures, en las cenizas también se pueden leer claves de pasado y futuro. La deuda de las cenizas con los fuegos que las originan ha dado lugar a todo un lenguaje. Desde Prometeo sus símbolos parecen estar bien asentados en la tradición, aunque para el lego actual son de difícil interpretación.
Casa atrapada por la ceniza del volcán Cumbre Vieja en La Palma Foto: Emilio Morenetti en The Guardian (Diciembre 2021) |
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