Leo en una entrevista al filósofo germanocoreano Byung-Chul Han lo siguiente: «Solo un régimen represivo provoca la resistencia. Por el contrario, el régimen neoliberal, que no oprime la libertad, sino que la explota, no se enfrenta a ninguna resistencia. No es represor, sino seductor. La dominación se hace completa en el momento en que se presenta como la libertad». La cursiva me permite señalar una conclusión bastante significativa por lo que tiene de actual. Cuando escuchamos en boca de ciertos políticos lemas como «Comunismo o libertad», «Tribalismo o libertad», «Libertinaje o libertad», entendemos claramente que la libertad se ha convertido en un concepto de uso reversible. Esas oposiciones, o dicotomías, constituyen un ejercicio de apropiación de ese opuesto óptimo. A fuerza de presentarla en oposición, la libertad surge como un baluarte intelectual desde el que se gana ventaja para la defensa lo propio, pero siempre en desprecio de cualquier ilusión compartida. Nadie niega legitimidad a la defensa de lo propio, donde puede haber más discusión es en la acaparación de recursos necesaria para dar expresión social a lo propio. El filósofo apunta con acierto a la seducción personal como modeladora y a la vez vehículo de esa concepción de libertad donde encuentra realce lo propio. La seducción, tal y como la vamos conociendo, va dando forma, en nombre de la libertad, a ilusiones individuales, que, cuando no conducen a la dominación de los demás, suelen ser adocenadas, casi miméticas y socialmente irresolubles. Esto le lleva a concluir en La expulsión de lo distinto, otro de sus ensayos: «El neoliberalismo es cualquier cosa menos el punto final de la Ilustración [..] La libertad de la que hace gala el neoliberalismo es propaganda. Lo global acapara hoy para sí incluso valores universales». Lo cierto es que, a través de los medios, favorecida por las corporaciones y secundada por los gobiernos que ven en el bienestar económico su único programa, su idea de libertad está encontrando un altavoz mayúsculo. Además, gracias al aura que envuelve a la libertad desde los tiempos de la Ilustración, aura conseguida no sin grandes sacrificios y sangrientas revoluciones, la libertad aún sirve como atractivo imán, pues es vista con razón como el valor supremo, aquél con el que cobra sentido la dignidad personal. Sin embargo, esa dignidad, que sirvió en su día de santo y seña y condujo a la declaración de los derechos humanos, pierde prácticamente su sentido si no es compartida en un régimen social de igualdad. Ahora bien, no es ése el régimen que los neoliberales proponen. Lo que proclaman, obviando el paso por la dignidad, es que la libertad es fuente de beneficio personal, e indirectamente social, para quien explota eficazmente su individualidad, y eso aunque su libertad y su beneficio se vean aupados gracias a un entorno absolutamente indigno. El individualista llama a esa actitud, teñida de beneficioso narcisismo, una conducta liberal. Pero hablar de conducta liberal sin definir qué libertad se defiende es como no decir nada. Con la idea de liberalidad que hoy circula, tan vinculada a la de libertad individual, se propugna una línea de conducta cuyos efectos sociales son muy dispares. Podría decirse que, mientras con la mano derecha se actúa sin miramiento y se practica la agresión, con la izquierda se exhibe la importancia de saber poner la cataplasma. No es posible presentar actitudes tan contrarias como una conducta coherente, así que no creo que exista esa conducta liberal. Además de sumir a la libertad en la contradicción, otro rasgo de esa liberalidad, en el que se ve claro su propósito seductor, es que intenta venderse como transigencia, cuando es también, y a veces sobre todo, desentendimiento. En su nombre se admite, por ejemplo, la diversidad cuando realmente ésta se divisa desde un sitial social apenas accesible, cuando nada compromete esa posición. A la aversión casi metódica al compromiso se le llama ahí «escrupuloso respeto», por entenderse que cada cual debe servirse de sus propios recursos, de aquellos de los que es poseedor para llevar adelante sus propias fantasías. El liberal cree que la secuencia fantasía, proyecto, financiación, recompensa rige de igual modo para todos y que estos ejes, además de favorecer la realización personal, sirven para que la sociedad sea más justa y democrática. No niego el progreso, pero no creo que esa vía de desarrollo personal esté realmente al alcance de todos. Por eso no creo mucho en esa clase de liberalidad y me infunden serias sospechas las declaraciones de los neoliberales actuales. En resumen, pienso que antes que la capacidad de seducir para acabar proyectándose sobre los demás está la de pensar en la suerte de todos ellos. Es esta última capacidad, tan necesaria, la que personal y colectivamente nos puede hacer libres.
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