Para no espantar con ellos me metí los puños en los bolsillos, para sembrar nerviosismo recurrí a mi gesto más seco, a mi mirada más arisca, para parecer intransigente y severo creí que con eso bastaría. «No estoy para chistes. Ahora esto va en serio. ¿O es que creéis que esto va a ser siempre un juego? Por el camino que venís no vamos nada bien, pero si os lo seguís tomando así, como un juego, igual me lo pienso y acepto, pero siempre y cuando eso sirva para empezar a entendernos un poco. Si al menos es de ayuda para despertar y purgar emociones, pues vale. Ahí os esperaré yo cuando todo ese jugueteo haya acabado. Cuando toda vuestra sensiblería juvenil haya aflorado y os hayáis desahogado, ahí estaré para traeros hasta el carril, para que la cabeza os empiece a echar humo y os pongáis a tirar de la locomotora. Bueno, se acabó, se acabaron los cuentos y los juegos, estáis en la estación de partida, así que ¿dispuestos a iniciar el viaje? Tendréis que ser más formales para no perder de vista la recta. Al principio la senda os parecerá férrea, con el tiempo segura. La lógica nos espera para guiarnos y, si la perdemos, aquí nadie aprenderá nada de nada. No quiero que se nos vaya el hilo y que a las primeras de cambio os despistéis. ¿Cuántos de vosotros estáis hartos de seguir con niñerías? Bien, lo sé. Pues pensad un poco como adultos y veréis que ya estáis listos para amar, pero para amar de verdad, frontalmente. No temáis tanto, no dudéis, aunque es normal, estáis en la edad. Estoy al tanto y, a cambio de esas dudas, yo os ofrezco lo más precioso que en mucho tiempo llegaréis a conseguir: abrazar con profunda ternura a la lógica hasta que su embrujo os arrastre y renazcáis convertidos en gente de razón». Me había plantado frente al espejo y la alocución me sonó demasiado grave y no del todo clara. pero tampoco quería parecer Moisés con los diez mandamientos. La volví a repetir alternando la cara de perro con un tono más paternal y me pareció aún más extraña e inútil. Pese a haber armado aquella reprimenda con mis mejores argumentos, faltaba algo que pudiera sorprender, una baza decisiva, y temía de veras no llegar a conectar. Cómo iban a imaginar ellos qué beneficios les aportaría la lógica, me preguntaba, si les largaba un discurso erizado de advertencias y renuncias incómodas. Aquello les iba a resbalar. Lo fui meditando mientras iba camino de la prueba, era el primer día y no quería echarlo todo a perder. Cuando entré al aula y me subí al tarima hubo expectación, comenzaba el espectáculo. Como un artista primerizo, casi un meritorio, me dirigí a la mesa, pues no veía claro ningún otro apoyo. Me refiero a ese momento en que notas que todos los ojos lanzan sondeos y que esos sondeos van dirigidos a ti. Saqué de la cartera unas hojas. La alocución ensayada estaba ahí resumida en unas notas prolijas. Me las puse por delante, como para no fallar. Aún tuve el arrojo de mirar a la sala y luego comprendí que fue una estupidez, porque sucedió lo que no debía suceder. Apremiado por aquel silencio vigilante, me entraron las prisas, así que dejé mis notas a un lado y decidí improvisar. Todo empezó con una intuición, que era más bien una debilidad, y preferí aproximarme a ellos, en plan colega avisado, por la vía del diálogo franco, distendido y abierto. En el intento rompí el hielo y quién sabe si algo más al preguntar a bote pronto al de la anilla en la nariz, al mozo que me venía marcando desde primera fila, «a ver, ¿tú que aprendiste ayer?». No digo que no fuera una entrada en faena pelín agresiva, pero de algún modo tenía que defenderme. Las notas habían acabado por el suelo y quería agarrarme a algo en vez de agacharme como si les pidiera perdón. Creí además que al tipo le hacía un favor tirando de aquella anilla y sacándolo de su evidente trance bovino. En vez de responder, me puso, como no podía ser de otra manera, cara de pazguato, pero no hubo réplica, en realidad no hubo nada; si acaso una sonrisa boba, señal de que dentro estaba más hueco que una calabaza. Lo mismo ahora, pasadas ya semanas, se sigue aún riendo, y por nada, porque ni entonces ni ahora le veo a lo suyo, empezando por la cara, ninguna lógica, pero el caso es que tras mi pregunta se reía. Incomprensible. Como no sabía cómo aproximarme a alguien para continuar y salir del paso, retomé el peligroso tono recreativo contra el que me había juramentado y me vine a la fiesta pedagógica, decidido a enfrentarme a todos esos recursos maliciosos que los jóvenes atesoran. Sin preámbulos pregunté a la muchacha de al lado del de la anilla, de mirada melosa por cierto, que a qué quería jugar. Ahí sólo me atenía yo, como profesor claro, al prontuario donde se dice bien claro que en cuanto propones jugar y vas de mano, gozas de la ventaja que te ofrece el factor sorpresa. En algo me debí de equivocar y, aunque la sorprendí, me miró como a un extraterrestre, no digo ET sino otro más verde y con antenas. Aun así, me quedé con lo positivo, pues tuve la impresión de que, bien fuera por la extraña pregunta, por las pintas o por lo que fuera, conseguí captar su atención y dejé abierta la puerta a su futuro interés por la lógica. Al final preguntas como ésa, planteadas con incisiva inocencia, hacen mella y son infalibles, por lo que forman parte del repertorio metodológico que cualquier profe guarda en su cartera. Sabido es que esa cartera siempre tiene algo de salvavidas, como el cajón atiborrado del sastre, aunque, pensándolo un poco, puede que se dé más a la chistera del ilusionista. Desde luego en la mía había un poco de todo. Mi irrenunciable lógica aguardaba allí en el fondo como último retén personal y hasta anímico diría. El tomo encuadernado en piel del Organon de Aristóteles era sin duda lo que más pesaba de todo, era como mi ancla profesional y profesoral, una herramienta imprescindible a la hora de armar mis discursos frente al espejo y ganar seguridad. Además de lo fundamental, en la cartera había sitio de sobra para lo accesorio. Nada más abrirla encontrabas munición inmediata como el bocadillo de las once, material fungible como carpetas, bolis y cuadernos, y un poco más abajo utillaje audiovisual, ya se sabe, ordenador, las llaves de memoria y todo eso. Salvado lo primero, que sería la base, o sea lo que nunca debe faltar, lo demás no te va a salvar de nada, no es materia vital, son sólo instrumentos que nos sirven para hablar con aplomo. Se ha hecho muy difícil hoy en día hablar. Pero en cuanto a importancia, puestos a comparar, no sabría decir si el papel del bocadillo es más importante que el de los cuadernos, pues cada cual cumple en lo del aplomo su propia función. Y ya que hablamos de importancias, creo que lo importante de verdad, aquí y ahora, antes de que nos hagamos un lío, es distinguir entre los dos conceptos capitales que se disputan mi cartera. Ahí guardo tanto lo que me sirve de sostén como de retén, dos cosas que, se diga lo que se diga, no son lo mismo. Lo del bocadillo es puro sostén, claramente, sólo serviría de retén si fuera lo bastante grande como para invitar y retener, como en un pesebre, a todos y cada uno de los alumnos. Un cuaderno, una tiza o una pantalla también sirven de sostén a mi palabras, pero apenas retienen al público y menos a las ideas, tan díscolas que no hay día que no intenten escapárseme. Por último, a Aristóteles podríamos suponerlo el retén por antonomasia. A mí eso me vale, pero a ellos no del todo. Pienso que su mensaje, pese a no resultar transparente, puede dar más sí y estoy dispuesto a hacerlo llegar. En cualquier caso, su lógica es lo bastante aplastante como para triunfar. Por eso, metido en el fondo sirve de fundamento todo lo que entra la cartera. Así que es insustituible sostén. Sólo hay que dejarse guiar por sus largas y farragosas disquisiciones para entender que con ese tomo uno es capaz de sostener casi cualquier cosa. Otra cosa es retener. Ahí a veces me entran algunas dudas. La excelencia didáctica no vale mucho más que el papel y, por lo que llevo visto, intentar retener en clase a alguien con directrices lógicas es harto atrevido y, si no te das maña, tremenda tontería. Innumerables profes han caído en la trampa disertando dura y esforzadamente en la tarima sobre silogismos e implicaciones. Cuentan al final en sus tristes memorias pedagógicas que allá arriba siempre se sintieron muy solos, yendo de un lado a otro como andarines peripatéticos, disimulando con ocurrencias y entusiasmo su cara de pirados. Recuerdo que en clase decía Bárbara, por poner un ejemplo, y a los mozos se les iba la cabeza a otra parte; a ellas, sin embargo, puede que hasta les sonara, por esa actriz octogenaria que hizo de Barbarella. Da igual que lo repitas y argumentes de otra forma, porque no sales del mismo sitio, siempre los encuentras a cero, así hagas valer tu materia presentándola con técnicas punteras, como si llegas disfrazado con una larga túnica. Si digo que parto siempre de cero es porque me ven como a un cero, pero a la izquierda. Supongo que para ellos soy milagro oral, que les llego en medio de una cacofonía indescifrable, que les duerme ese rumor mío insignificante y prescindible. La verdad es que ser un cero no es mucho, si se quiere empezar a hilar algo y sacar a flote algún argumento fiable. Y lo que más temo, lo que sería verdaderamente dramático es que, por su peso incontestable, la lógica entera se les pueda hacer un plomo insoportable. Conté durante algún tiempo con la sonrisa de la muchacha, pero su ambición lógica se debió de quedar en promesa, ya que pasó a ignorarme mientras le hacía ojitos a su compañero, el anillado. Después de salir trompicado como un mal juguete ya el primer día, no pude sentar bases sólidas. Fui viendo con tristeza cómo, lección a lección, me iba apartando de mi discurso programático. Lo mejor, dentro de todo, es que ese discurso nunca lo pronuncié y que eso me daba licencia para desbarrar por la vía creativa sin avergonzarme. Así que un buen día decidí que tenía que darle un giro radical a mi lógica y al modo de predicarla. Ensayé ante el espejo una nueva perorata, mucho más fluida y atractiva, y salí para clase dispuesto esta vez partirme por ella, si hacía falta, la cara. Me salió muy natural mi paseo marcial, la voz engolada y el gesto feroz. Les dije llanamente que se olvidaran de jugar conmigo, que su pachorra y desgana, sus ronquidos y murmullos no les iban a servir de nada. Y acabé con lo del croupier frente a la ruleta, «rien ne va plus», a modo de colofón. Golpe de efecto, aunque sabía que no lo entenderían, me alegró ver que fomenté la intriga. Hice después un largo silencio, mientras removía al tuntún unos papeles, para dar entrada solemne a mi renovada lección. Finalmente di arranque a la clase con tanto brío que a punto estuvieron mis palabras de sacarlos de la mesa, como si los removiera un ciclón. Mi intención era, como se puede entender, mucho más modesta, mi intención era llevarlos a una nueva dimensión. «Queráis o no por una vez vais a marchar como auténticos peregrinos hacia la razón por el fantástico espacio de la lógica», no lo dije así, pero lo pensé en plan malvado. Aquel pensamiento malévolo me dejó un poco seco, como sin saliva, y lo primero que se me ocurrió decir, nada más abrir boca, fue «a decir verdad», como un introito más que nada, una entradilla para sincerarme y ponerle a mi discurso las primeras comillas. Puede que lo hubiera dicho otras veces, muchas veces, es verdad. De modo que no es que no me lo esperara, pero ahí empezaron ya las risitas. Ellos conchabados con ellas y viceversa, y después las miradas con las que se iban ausentando por el techo, por las ventanas, por los percheros hasta recalar en la puerta de salida. El más explícito, por no decir redomado, me soltó en voz alta: «¿a dónde vas tú con la verdad, papi?». Hago un inciso para asegurar que, en esta nueva etapa, me había propuesto abordarlos desde la cercanía y la familiaridad, pero hasta cierto punto claro. Igual como abuelo venerable habría ganado más, un mínimo de compasión al menos. Pero ahí me cerré un poco, no quería que me vieran desvalido y que las lágrimas que acarrean esas emociones juveniles complicaran la correcta comprensión de mis argumentos. Ya sabemos que juzgan mucho a la gente por la edad, algo absurdo pero irremediable, y en cuanto rebasas los veinte años dejas de ser colega. En el fondo no es que tengan nada contra tu lógica, es que no te entienden, dices cosas incomprensibles y encima, si te sobras porque los ves a vuelo de pájaros y le haces hablar, les dices que son inconsistentes. Hablaba de los argumentos, evidentemente, cuando se lo dije al redomado y bien que aprendí a hilar bien fino, porque ofendido se me encaró: «¿Me estás llamando tierno? Un respeto, eh, que nos tenéis perdido el respeto. Todo el día aguantándoos ahí y va el papi y me trata de tierno». Rehuí el enfrentamiento dialéctico, porque lo adivinaba duro y azaroso, y a él lo veía un poco ofuscado. Ahí no sirven casi nada los silogismos, he de reconocerlo. Me imaginé mirándolo fijamente y abriendo con gran parsimonia la cartera. Él me aguantaría la mirada esperando a que sacara el trabuco o algo así, pero yo, cuando lo tengo a tiro, por sorpresa, voy y le saco mi Organon y se lo planto delante de la cara, como si esgrimiera un vade retro. Allí mismo me pude imaginar yo cómo seguiría la historia, así que, como había avisado que no entraría en más juegos, opté por darle la paz desde lejos. Todo para gran disfrute de la peña, porque tipos como ése llevan detrás peña y la peña hace piña y si te sacuden a la salida un piñazo anónimo o te rajan las ruedas del coche al final duele. Duele mucho verlos cuestionar la autoridad material y moral del maestro, pero lo que allí me dolió más fue la derrota en toda regla de la pedagogía, y no porque fuera yo quien orgullosamente la encarnaba. Estoy por creer que con la Biblia hubiera tenido más éxito que con el Organon. Al menos el ejemplar que manejo es más grueso y contundente, pero no se trata de eso, porque con el Organon sólo llegué a imaginar el ademán de estampárselo. Simplemente pienso que para darle más poderío a mi lógica, de cara a administrarla a grupos que están hechos a usos intimidatorios, es mejor alertarles sobre el fuego del infierno. Tengo fe, sobre todo en la lógica, pero ahí le veo ciertas limitaciones. Vamos, que se presenta Aristóteles y me lo cuelgan con el argumento de que hay que probar si aguanta su andamio. Hay que reconocer que, cuando se ponen a carpinteros, gastan una lógica muy peculiar, ensamblada con argumentos poco sutiles pero muy fáciles de contrastar y validar tirando de la cuerda. En todo caso, entonces y ahora es tanta mi vocación por la lógica que siempre veo cómo se abren ante mí nuevos caminos gracias a ella. No todos son nítidos. Supongo, por ejemplo, que lo del porfiado mozo no fue del todo imaginado, porque, echando la vista atrás, sí que recuerdo cómo el Organon hizo en su ancha cara tope y cómo eso lo llevó a recogerlo del suelo y a enarbolarlo con ánimo de arrearme. Me parecía injusto que después de tantas semanas de trato, de continuas e ingeniosas maniobras didácticas, toda mi lógica viniera a resumirse en aquel tosco y desigual pugilato. Antes recibir con sonoro estrépito el libro en los morros y de caer, aún tuve la gallardía de mirarle y reconocer: «Me muestras el mejor de los argumentos, así que no puedo sino respetarlo».
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