Cazadores. Uno se siente absolutamente vulnerable ante el gran depredador. Atrapar mariposas en los prados, coger setas en el bosque o simplemente pasear puede ser un experiencia inquietante en cuanto suenan cerca los disparos. Cuando te cruzas con ellos, armados con la escopeta en la diestra y aguantando el walkie-talkie con la derecha, esperas que por lo menos no te fulminen con una de esas miradas torvas, reviradas, salvajes. Tú puedes caminar tan ricamente por el camino y ver cómo de repente sale del follaje uno de estos completamente pertrechado y en traje de camuflaje. Si entre sus aparejos solo está la cartuchera y el morral aún te puedes dar por salvado, pero si en la mochila que carga adivinas la forma de la botella o, peor, si le cuelga del hombro la bota, ponte a temblar. Las estadísticas dicen que los encontronazos entre el primitivo cazador-recolector y el paseante peripatético han sido históricamente escasos. Puedo añadir que, hoy allá arriba, marchando junto a las palomeras de Beltzunegi, todo ha transcurrido sin novedad reseñable.
Al fin y al cabo para ellos, en el coto, somos poco más que insectos molestos. Desde siempre el cazador por el que más amenazado se siente es por el ganadero, que le puede, sin embargo, tolerar sus desahogos si van contra las alimañas del tipo lobo o zorro. Al jabalí y el ciervo les tiene suficiente aprecio como para aliarse con el cazador y sacar de esa caza buen provecho. Quizá porque los agricultores los tienen más lejos, me refiero a los cazadores y a los jabalíes, los ven con bastante buenos ojos, mejores de hecho que los ojos con que miran a los ganaderos, tan ávidos siempre de fuentes, de regatas y de grandes prados. Evidentemente los últimos en la escala, muy lejos ya del suelo real, somos sin duda los paseantes, unos oportunistas que vemos todo lo que hay más allá de las puertas de la ciudad como si se tratara de un parque gratuito en el que decimos encontrar solaz, equilibrio y terrible sosiego gracias a la dudosa paz que ahí se respira. No sé si mencionar a los que se mueven aún más arriba, en lo más alto de la escala, en ese lugar cercano al cielo donde los vientos hacen temblequear el andamio en que suelen andar subidos. Son gentes hechas a otear panoramas, las cuales cuando se lanzan cuesta abajo se cuelan por toda clase de sendas y caminos. Los encontrarás con su última ocurrencia, casi ardiente, en los labios, convertida a fin de no olvidarla en un insistente sonsonete, en una especie de cantinela mental. Aun así, aunque yo mismo baje trinando maravillas, a veces me pregunto: ¿Ayuda de verdad a hornear nuevas ideas un paseo por el bosque? La respuesta, a pesar de los cazadores, es sí, ayuda.
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