Cuesta poco embarcarse en un ejercicio de paranoia y cuesta menos hacer de él un auténtico viaje paranoico de ensueño. Para ello será mejor que entremos a relatar en primera persona. Me imagino el acojono que tendríamos si al ir por la calle tuviéramos permanentemente detrás a un desconocido que no se nos despegaba. No te digo nada si el mismo tipo se colaba detrás de nosotros en el portal y si encima lo teníamos de inquietante pasajero en el ascensor sin saber exactamente a qué piso iba. El asunto se pondría verdaderamente serio cuando saliera en la misma planta que nosotros y se nos colocara detrás. En ese momento no sabríamos si venía a ver al vecino, si traía algún encargo o si esperaba el momento oportuno para dar el golpe. Supongo que me entrarían temblores y que estaría casi rígido y pendiente de cualquier movimiento que se pudiera dar mientras metía la llave en la cerradura. Bueno hablo de movimiento, pero seguro que no se escaparía ni el más mínimo carraspeo o aliento, porque todo vendría hasta mí terriblemente multiplicado por la ansiedad y el miedo. Seguro que dudaría mucho a la hora de abrir la puerta, por temor a que no me diera tiempo de cerrarla antes de que el tipo se me viniera encima. Y lo peor de todo podría venir cuando, después de todas esas precauciones, entre prisas y temores, me metiera en mi casa y cerrara la puerta. Quién sabe si al darme la vuelta e intentar un suspiro de alivio, acabaría comprobando que lo tenía ahí, justo delante de mí.
Esta pesadilla del sujeto que nos acompaña de forma permanente y se inmiscuye inopinadamente en nuestra vida puede parecer fantasiosa. Como parece inspirada por alguna intriga malsana, decidimos que está lejos de nuestra situación real. Sin embargo, estoy por afirmar que no es del todo así, al menos que no es así en la mayoría de los casos. Es verdad que un tipo siniestro a nuestras espaldas se hace notar y que nunca podremos hacer como que no pasa nada si lo llevamos en todo momento detrás. La presencia física y la agresividad potencial que se le presume es lo que de verdad intimida en ese caso, por lo que es probable que una mujer no diera lugar a toda esta clase de fantasías. Sin embargo, se me ocurre otro caso, como el de la mujer casi inadvertido, que da lugar a una intromisión aparentemente atenuada, casi imperceptible, pero muy real. Supongamos que es una cámara de pequeño formato la que nos sigue sigilosa a todas partes, tres o cuatro pasos atrás, a la altura de nuestro cogote, como un moscón. Evidentemente nos molestaría, pero sin llegarnos a preocupar demasiado, puesto que no representa una amenaza evidente a nuestra integridad física. Podría estar, sin embargo, grabando toda nuestra actividad diaria, incluido lo más íntimo, sin que eso supusiera un gran incordio, sin levantar grandes recelos. Caso de tolerar todo esto sin apuro, es probable que transigiéramos con facilidad en una intromisión de orden mayor. No son la escalera de la casa, las calles de la ciudad o las afueras por el territorio abierto nuestro único lugar de paso o de exploración. Pensemos que hoy por hoy, además de por el mundo físico, nos movemos con frecuencia por otro amplísimo mundo que llamamos virtual. Puede parecer distinto pero las oportunidades de exploración son en él incluso mayores. En esos paseos no constatamos la existencia de acompañantes, no reparamos en individuos fisgones, no apreciamos cámaras vigilantes que nos sigan. Y sin embargo, es seguro que todos nuestros pasos están siendo registrados al milímetro y que nada de lo que hacemos pasa desapercibido a ese ojo avizor que nos persigue desde el otro lado de la pantalla. Curiosamente, aunque él nos percibe al detalle, a nosotros nos pasa completamente desapercibido. Es tanto lo que ese mundo nuevo nos ofrece sin intermediarios que no entramos a valorar si existe al otro lado un espectador interesado en saber de nosotros. Nos creemos así de insignificantes y, haciendo gala de humildad, nos parece que tenemos nada que temer. Es así como él, oculto detrás de esa pantalla, acaba por conocerlo todo de nosotros, hasta nuestras más penosas intimidades. Aunque sabemos que es capaz de almacenarlo todo, su falta de presencia, su invisibilidad, hace que nada lleguemos a imaginar y nada nos asuste de él. Al final somos en esto verdaderamente ingenuos. Sentimos con nitidez amenazas presenciales como el tipo de la escalera y en general todas las que susceptibles de atentar contra nuestra integridad, mientras que no llegamos a captar bien las que se ciernen sobre nuestros secretos, intrigan con nuestra imagen y pueden interferir en nuestra vida social y nuestro futuro. Aun así hay quien se refugia en ese mundo etéreo con una ingenuidad que, a estas alturas, sólo es propia de niños, como si estuviera protegido en todas sus andanzas por la ancestral y poderosa magia del ojo de Horus. No se da cuenta de que paga su ubicuidad al precio de aceptar ante ese ojo omnipresente una absoluta transparencia.
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