Hay combinaciones que resultan extrañas. Viene a cuento del título otorgado por un periódico importante a una de sus secciones. «Cultura y estilo de vida», dice. No sé, no estoy seguro de que la cultura guíe nuestra vida, a menos que la convirtamos en algo mucho más ligero, casi delicuescente, como el estilo. Olvidémonos de las artes, que hasta hace no mucho servían de patrón cultural, y del viejo y tonto afán de descubrir entre las formas la belleza, y admitamos a continuación que la belleza es algo mucho más cotidiano, que está a pie de calle, algo que podemos crear sin más que inventarnos un estilo propio o al menos creer que también es nuestro el que vemos impuesto por doquier. Puede que ese estilo de cultura sea cambiante y que proponga una belleza, pero probablemente nunca será compartida ni universal. Quienes poseen un estilo creen ver en él una cultura, que no dudan en sentir como suya hasta convertirla en muestra de su personalidad. Sin embargo, esa muestra, casi siempre borrosa, es más bien prueba de que su poseedor se ha adentrado en un proceso disolvente, carente de referencias formales, y de que se ha dejado llevar a una cultura homogénea, de formas tan abusivamente reproducidas que además resulta estéril. Creyendo ser diferente, acaba por dejarse ver y comportarse como uno más. Su estilo resiste intacto, pero navega, sin él saberlo, a donde lo lleva la corriente cultural general
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