Nadie debería intentar acariciarle el lomo al dragón de Ezkaba. Es imposible amansarlo cubriéndolo con esas vestimentas verdes, aunque caigan formando suaves pliegues y salpicadas de flores. Nada se consigue tampoco presentándolo ágil y diestro cuando lo envuelven rígidas cintas de asfalto. Con todo, es mucho más peligroso provocarlo instalando en lo más alto de su joroba picas, antenas, cruces y banderas. No soporta a toda esa gente que las tienen por símbolos de posesión y quieren hacer creer a todos que desde su joroba contemplan su propio dominio. Aunque algo destemplado ante todo esto, el dragón permanece de momento tranquilo mientras se contenta con mirar indulgente a su pequeña ciudad. A ella siempre se lo ha perdonado todo, como si se tratara de un niño travieso, desplegando sabiduría paternal, pero dosificando también paciencia, temeroso de que no llegue a ser infinita. Le basta ver a su gente sencilla moviéndose despreocupada por las calles para sentirse empujado a la ternura y, aunque las caricias nunca le han agradado, tolera de buen grado a quienes acuden a su encuentro haga sol despiadado o caiga un cruel aguacero. Viendo ese apacible presente es natural comparar y para eso están los recuerdos. Realmente gran parte de ellos preferiría olvidarlos, pero siguen en su memoria, son muchos los años sombríos y cercanos en que a punto estuvo de estallar harto de tanto acoso y abuso. Sin embargo, cuando ya estaba casi a punto de salir, le pasaba lo de siempre, que despertaba algo reticente del letargo y renunciaba a devastarlo todo. De por medio estaba el deber casi sagrado de tutela que se había impuesto hacia aquella gente. Si por un lado aún se le removían en la cabeza aquellos años penosos, en el otro lado de la balanza servía como contrapeso una larga cuenta de años felices. Porque feliz fue aquel tiempo anterior en el que se dejaba cabalgar, como un caballito divertido, por aquel anciano peregrino. Con tremendo esfuerzo llegó éste un día trepando por el lomo, con ánimo de refugiarse arriba, y ahí montó una pequeña cabaña, donde sobrellevaba los enfados del dragón haciendo a duras penas equilibrios. Puede que aquel hombre no estuviera del todo cuerdo, pero prefería el dragón mantenerlo cerca y tener alguna compañía inofensiva. De manera que se dedicó a inspirarle palabrería y alguna idea a modo de consejo sanador para quienes hasta allí subían. El peregrino aprendió pronto a trasladar, convertido en hombre santo, a los postulantes, con aire confiado, soluciones que estos imaginaban como procedentes de otro mundo, por lo profundas. Con el tiempo, gracias a su inspirador, acabó disponiendo de todo: raíces bien abastecidas por una rara y fogosa magia, piedras oscuras un día vivificadas por el rayo o manantiales de resonancias hipnóticas donde, como repentinos cautivos, los iniciados podían leer la historia de la tierra. El afamado consultorio, desde el que el dragón permitía vislumbrar en toda su amplitud el mundo, decayó irremediablemente a la muerte de aquel empleado fiel. Pasado un tiempo, cuando aquello era ya recuerdo, llegó hasta allí un viajero, Cristóbal, que encontró agradables las vistas y bien ventilado el lugar. No le preocupó demasiado que a sus pies la ciudad esperara anhelante ver renovada la embajada anterior ni desatender su tarea como nuevo inquilino. Sin encomendarse a nada ni a nadie, desde el principio se limitó a sentar en lo alto sus reales para después apresurarse a edificar un muy poco inspirado templete, desde el que se dedicaba a contemplar obsesivamente el cielo, ajeno a los anhelos ciudadanos y pasivo frente a las sugerencias del dragón. Ante los despistados peregrinos que aún ascendían, dijo ser santo por más que no se le conocieran prodigios. Tampoco se vio nada extraordinario más adelante, algo que no era de extrañar dada su escasa sintonía con el dragón de la montaña, que de mala gana se veía obligado a soportar la presencia a sus espaldas del aquel fatuo y oportunista varón. Siempre creyó el dragón que las fuerzas celestes enviarían al rescate de las piedras ardientes, que como reliquias inmemoriales guardaba en Ezkaba, a alguien a la altura de su reputación, pero con aquel trotamundos vulgar, que sus adeptos gustaban llamar San Cristóbal, su propio renombre se venía abajo. Creía merecerse cuando menos a ese San Jorge del que los viejos dragones le habían hablado. Tan desencantado estaba que a veces llegaba a soñar con él y lo que soñaba era que hasta la ciudad llegaba un flamante caballero, bien pertrechado con su poderosa armadura, dispuesto a desalojar a la solemne bestia y a entablar crudo combate para servir a sus habitantes como perpetuo protector e incorporarla a su nutrido blasón para seguir después con su peculiar camino como redentor y pacificador. Alguien así de engreído, sabía el dragón, sólo podría salir de allí convertido en un fantasma cenizo, pero al menos habría estado en algún momento a su altura. Estaba convencido también de que, del lado de los ciudadanos, no se aspiraba a redención ninguna. Si mal se toleraba al oportunista del templete, no parece que un San Jorge, con su aureola marcial, les pudiera llegar a atraer mucho más. Ellos se sentían bastante cómodos con su protector residente, pues como tal tomaban al silencioso dragón oculto bajo la montaña. Si acaso, echaban en falta alguien que se entendiera con él y que fuera capaz de transmitirles todos los secretos que aún atesoraba. No faltaban, sin embargo, algunos que aún conservaban la fe en Cristóbal, pero acabaron defraudados al ver que no daba cuartel a quienes no le reconocían santo ni se le manifestaban fieles. Se dieron además cuenta de que incluso quienes le seguían bien poca sapiencia conseguían sacar de él. El creciente descrédito acabó por arruinar en la ciudad la tradición reveladora del monte Ezkaba y el recuerdo del ardiente espíritu que moraba en su interior. Muchos llegaron a olvidar su nombre y los más jóvenes ni sabían que lo habitaba un dragón dispuesto a defenderlos. En tan triste circunstancia, con Cristóbal alojado en su templete celestial, poco inconveniente hubo para que otros aún más oportunistas, pero bien hechos a todo terreno, se hicieran sitio en la joroba y desplazaran al santo varón ofreciéndole abajo en el llano un alojamiento más lujoso. Sintiéndose estos nuevos tras el traspaso dueños de aquella mole inerte, que para ellos no pasaba de ser un simple obstáculo geográfico, se imaginaron también poseedores de ese secreto tesoro que todavía seguía en boca de todos en la ciudad. Así que no tardó en llegar el día en que, a fuerza de pico y pala, le abrieron al dragón el lomo y horadaron en el hoyo sin desmayo hasta que por fin se dieron cuenta de que nunca pudo haber albergado la clase de tesoro que ellos buscaban. La violenta embestida a aquel cuerpo mudo pero bien sensible tuvo, por lo menos, consecuencias. Los vecinos, escandalizados por aquellas abusivas incursiones subterráneas y temerosos de perder, con tanto manejo interno, a su pacífico protector, se rebelaron. Crecieron las protestas y una cuadrilla subió, cegó el hoyo y cubrió las hondas brechas que de allí partían, mientras otra saboteaba los caminos de acceso. A todos les pareció un éxito cuando se acabaron las agresiones. Pero sorprendentemente, en vez de abandonar, dejar el campo libre y al dragón tranquilo y dispuesto a recobrar su voz a través de otro intérprete, los invasores pronto encontraron para su oficio zapador otra dedicación. A todo esto, el dragón, cauto, seguía guardando silencio, pues no podía legar a semejantes brutos sus profundos conocimientos. Con todos sus excesos, con esa desenfrenada fiebre en busca del tesoro, habían puesto en pie de guerra a toda la ciudad. Los disturbios lógicamente les preocuparon, pero se mostraron empecinados, con ganas de proclamar desde su posición con arrogancia: Quieren guerra, pues la tendrán. Para ellos la convivencia era un problema, un problema de seguridad. Así que decidieron construir en lo alto, en la joroba, y a despecho del dragón, su propia ciudadela, un puesto desde el que sentirse fuertes, desde el que controlar cuanto les quedaba a la vista. El dragón pudo entonces confirmar que aquella gente nunca estuvo en la idea de ofrecer tutela o consejo. No les interesaba proteger ni guiar a la ciudad, les daba igual frente a quien y sobre quien se instalaban. En poco tiempo fueron implantando sus equipamiento disuasorio, según su plan de control. Para ello comenzaron a excavar en el desdichado lomo profundas galerías, abrieron en sus costados interminables trincheras y penetraron una vez más en el sólido cuerpo de Ezkaba hincándole muros colosales. De aquel laberíntico mundo subterráneo, que el dragón aunque herido aún gobernaba, tan sólo dejaron que emergieran dos enormes puertas negras. Sobre ellas exhibieron en ostentosos escudos la irrenunciable posesión del lugar en nombre de no se sabe bien qué monarca. Sabemos que con aquella ciudadela vigía anduvieron cerca de apoderarse hasta de las entrañas del dragón. Apartada por la fuerza de él, la ciudad se veía obligada a observar las frecuentes señales de intimidación de los guerreros allí encerrados. Suponían que desde lo alto no los perdían de vista y que registraban cualquier movimiento que pudiera darse en la ciudad. Los vecinos eran muy conscientes de que nunca podrían huir, de que no podrían escapar a ninguna parte y de que permanecerían para siempre a su alcance. La ciudad vivía resignada, pero sobre todo atemorizada y expectante ante la posibilidad de que una andana de artillería oculta en el interior de la montaña apuntara directamente hacia su corazón. Sin embargo, a pesar de todas las vejaciones sufridas, dentro seguía el dragón, que nunca quiso hacer a los de la ciudadela más caso del que merecían. Lo que verdaderamente echaba en falta era el cálido aprecio que siempre había recibido de la gente, que ahora miraba asustada hacia arriba como si hubieran transformado su dragón protector, el ancestral dueño de Ezkaba, en un odioso monstruo. Como no deseaba someter a la ciudad a un sórdido espectáculo exhibiendo su ira contra esos invasores, decidió recurrir a su eterno aliado. No es que se sintiera incapaz de ponerlos a la fuga. Le hubiera bastado con lanzar una serie de rugidos feroces, con unas cuantas bocanadas de fuego ineludible o con sepultarlos bajo tremendos derrumbes. Pero, ¿ganaba algo despertando a los suyos del sueño para hacerles ver caer piedras y chispas sobre sus calles y llevarlos así a otro mundo terrible donde aparecería como una furia implacable? No, no quería ser recordado en lo sucesivo como un fulgor maligno. Por eso prefirió que fuera su aliado el que se hiciera cargo e impusiera su agónico castigo. Fue el impasible tiempo el que se puso manos a la obra y poco a poco acabó dispersando a aquella banda hostil, curó después las heridas más profundas y por último alumbró en lo alto lucecillas de verbena con las que encandiló a la ciudadanía anunciándoles una nueva era. Tardaron un poco, pero llegó el día en que, primero solos y luego en pequeños grupos, volvieron los vecinos a subir confiados para acariciarle el lomo a ese dragón al que todas las noches, según decían los más insomnes, se le oía dormitar bajo su montaña.
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