Cuando el discurso va haciendo quiebros, degenera fácilmente en ampuloso y tiende a crear múltiples recovecos verbales. Normalmente sirven estos de madriguera a simplezas, pero son presentados por el ponente como origen de una visión poliédrica sobre algo sustancial, en la que, según viene a decir, se dejan ver aristas sumamente interesantes y agudas. Con ellas bien afiladas presume de diseccionar la realidad en vivo. A todo esto habla sin parar, siempre zigzagueando, siempre con mucho escrúpulo y falso tino, como quien tira de escalpelo para mostrar el meollo final, hasta que la realidad, exhausta, pierde entre sus abundantes palabras el pulso y, en definitiva, cualquier sentido.
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