jueves, 21 de octubre de 2021

Tartazupe, otra vez


Hay bosques inmemoriales que difícilmente admiten lectura, al menos no más allá de las especies que lo componen, de los ejemplares singulares que albergan y de las leyendas que corren por sus caminos. Hay otros, sin embargo, de lectura más entretenida, donde el pulso se mantiene aún firme. A algunos de estos los he visto evolucionar a lo largo de los años. Los conocí, por así decir, como jóvenes ambiciosos y hoy los vuelvo a ver pero ya como personajes talludos. Me pregunto si de verdad puedo ir tratando a un bosque como si fuera un personaje. Francamente no lo sé, pero sería incapaz de negarle a muchos de ellos su carácter. Nos hemos paseado esta mañana por Tartazupe y he tenido la impresión de reencontrarme con un viejo conocido. Podría rebuscar por ahí, entre mis papeles, y dar con la fecha exacta de nuestro primer encuentro. Supongamos que fue hace unas tres o cuatro décadas. El bosque era entonces más joven y yo también. Lo recuerdo como un pinar compacto, de pequeñas alturas, cubriendo con un verde manto las discretas lomas al Este del paso de Ataburu, donde los caminos a duras penas se adivinaban y las zarzas lo entrampaban a uno con facilidad. De aquel primer recorrido no recuerdo mucho, sólo que me fui guiando hacia las alturas por la cresta que daba vista al soleado valle de Juslapeña. Buscar la cima en el zarzal, que era por entonces mi objetivo, fue tarea imposible. Recuerdo, eso sí, que quedaba por allí una alta palomera como señal de otros tiempos en que las bandadas aún pasaban y las vistas hacia el Norte eran más amplias. En otra visita posterior, recuerdo, continué con la travesía y descendí ladera abajo por terreno abierto hasta alcanzar la regata que me conduciría a Eguaras en Atetz. En lo que se refiere a la cima no había esta vez grandes novedades. La cima seguía escondida entre altos pinos y defendida por una maleza inexpugnable. En ese punto las cosas poco han cambiado: desaparecida la palomera, las zarzas siguen donde estaban. En otras zonas, sin embargo, el tiempo ha trabajado más consecuentemente y ha abandonado la cerrazón de antaño. Los pinos alcanzan tamaños importantes y dejan a sus pies espacios más amplios que vienen siendo ocupados por coscoja y roble, todavía de pequeño porte. No obstante, hay una evidente transición en marcha hacia un bosque más variado. Hasta un bonito ejemplar de arce y unos cuantos avellanos he visto. Algún arañón aún quedaba, moras ninguna. De los rosales que flanqueaban el camino quedaban visibles los rojos escaramujos. Pero lo más vivaz y vistoso eran las blancas clemátides cuyas largas barbas blancas lucían enredadas alrededor de los espinos. Estas combinaciones son curiosas: uno no sabe si están animadas por la abierta competencia o por una amistosa coexistencia. Visto en conjunto, cuando se nos han abierto las perspectivas, hemos conseguido descubrir al personaje que se oculta tras el bosque. Ha alcanzado cierta madurez, lo que le aporta innegables e interesantes matices. Si en otro tiempo los tuvo, no fui capaz de apreciarlos. Hoy era sobre todo un bosque otoñal, cargado de colorido, esparcido entre azules, ocres, verdes, amarillos y marrones. Es también un bosque complejo por la gran variedad de especies, lo que no le impide dar muestras de cierta armonía tras haber encontrado con los años espacio para todas. Con todo, lo más significativo de su carácter es el orgulloso celo con que guarda oculto su punto culminante. Pese a su discreta cota, tan reducida que no le permite exhibir cabeza, cuenta con ese secreto foco, defendido por una vegetación frondosa y hostil, desde el que divide aguas y ordena laderas. Por otro lado, cómo negarle presencia al personaje si para la visita el bosque ha comparecido vistiendo la montaña con lo mejor de su armario, con ese ropaje teñido de contrastes y de una elegancia madura.

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