Ha cambiado bastante Roncesvalles desde los tiempos en que acampábamos de chavales a orillas de la regata Arrañosín en el paraje de Soroluzea. El bosque que entonces nos rodeaba y por el que nos internábamos sin temor y sin mucho tiento era como de cuento, con cabañas misteriosas, carboneras humeantes, personajes truculentos y algún que otro animal despistado. Estaba lejos de saber que aquel llano pudo ser el escenario de batallas memorables, que junto a la regata discurría el iter XXXIV de Antonino que se dirigía al poblado romano de Turissa y de que poco más allá, por el siguiente barranco, que descendía de Ortzanzurieta, bajaban las aguas de la regata Basajaunberro. No nos imaginábamos entonces que nuestras tiendas de campaña tal vez estuvieran acogidas a la protección del señor del bosque, del mítico Basajaun. No obstante, tuvimos, hasta donde recuerdo, algunos momentos de crisis, por no decir de pánico, en concreto cuando una noche una tormenta veraniega descargó una lluvia torrencial acompañada de tremendo aparato eléctrico. Acurrucados y con el agua corriendo a mares por el suelo de la tienda, sin poder dormir, nos encomendamos, viendo la fragilidad de nuestro refugio, a todos los dioses que tan irritados campaban por allá arriba. Con nuestra imaginación desatada, aquel día vimos vagar por las alturas figuras sombrías, oímos pasar reatas de caballos a la fuga y sobre todo miramos sobrecogidos, como si nos asomáramos al fin del mundo, el terrible escenario que iluminaban entre los árboles los relámpagos. El bosque es temible en estas circunstancias, la naturaleza parece despertar, pero rugiendo con toda su furia. Sumidos en la oscuridad nos sentimos aún más impotentes y, como nos sabemos observados, más vulnerables. Todo lo que tiene de apacible, de sosegante y de maravilloso se convierte, a esas horas de madrugada y en medio de la disputa a la que parecen entregados los meteoros, en una experiencia terrible, inolvidable muchos años después.
En la explanada, detrás de la colegiata, han acondicionado un gran aparcamiento. Cruzando la regata cercana se toma el viejo camino de Orbaitzeta que en su primer tramo coincide con el camino por el que bajan los peregrinos tras cruzar el Pirineo por Lepoeder. Nosotros íbamos hacia el Este, mientras que ellos ya casi llegaban desde el Norte a su fin de etapa. Se trata de un ancho camino por el que transitan, según vimos, vehículos. En general, son ganaderos que circulan para controlar a sus caballos y vacas, que pastan tranquilamente más allá, en los prados de Nabala. Tras separarnos del camino de Santiago, fueron pocos los transeúntes con los que nos cruzamos. El hayedo es bastante cerrado en un principio, luego los barrancos obligan al camino a describir agudos recodos antes de abrirse a amplias laderas herbosas. En general el haya es dominante, pero también queda algún roble de tremendo porte, si hay que juzgar por el único que vimos. De todos modos parecen haber desaparecido, probablemente después de haber abastecido durante siglos a los carpinteros y ebanistas de la zona. El día era inmejorable para ver en todo su esplendor la otoñada con el despliegue de colores que la acompaña. Quizá una semana más y la paleta hubiera sido aún más completa y perfecta, pero estaba casi en su zénit. El sotobosque es aquí bastante intrincado y denso, con abundante avellano, acebo y algunas mimbreras junto a los cursos de agua. De los acebos vimos ejemplares cargados de sus vistosos frutos rojos. A su lado competían los espinos con los suyos. En las zonas más soleadas, entre los árboles, junto al camino, ponía otra nota de color la amplia profusión de merenderas violáceas. A diferencia de lo que me sucedía hace años, cuando íbamos directos a ganar las alturas para regalarnos vistas, encuentro especial placer en caminar sin agobios, descubriendo cosas nuevas y deteniéndome ante ejemplares y especies que antes me traían sin cuidado. No voy con ánimo catalogador, ni mucho menos. Me basta con poder dar nombre y conocer las características de lo que en ese momento me rodea. Por mucho que parezca que todos los años lo que nos rodea es lo mismo, a base de descubrimientos tiene uno la impresión de que lo que está viendo es irrepetible, de que capta un momento único con ver lo que nos ofrece una delicada flor, un tronco rugoso o un potrillo trotón. El paseo es de este modo mucho más animado, porque no tiene uno un objetivo concreto, no se trata de alcanzar una panorámica o de dominar un espacio, sino de estar a lo que aparece, a lo que la naturaleza humildemente muestra.
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