Le prometieron que tras pasar bajo el yugo sería libre. Preso de una oscura premonición cedió el turno y, cuando le salpicó la sangre, comprobó que había razón para el recelo. Con el miedo aún metido en el cuerpo, el testigo vio llegar por detrás al siguiente, ajeno al incidente pero ávido de ganarle la delantera y hacer efectiva la promesa. Aunque tenía sobradas razones para disuadirle, no sabía cómo evitar que viera en ello un afán de relegarlo. Al advertir éste, nada más llegar, las manchas de sangre de su ropa, pícaramente le aconsejó: «Mejor cura tus heridas antes de cruzar el umbral. Sólo indemne disfrutarás de verdadera libertad». Y sin volver a mirarle, creyó que aceptaba su razón como suficiente para cederle el paso. Dueño secreto de lo que le esperaba, el testigo creyó que tan desmedida presunción era bien merecedora de castigo. Le daba igual que sobre él cayera a perpetuidad el peso del yugo o repentinamente el filo de la espada. Habiendo sentencia poco le importaba su ejecución. A ella volvería a asistir como testigo, esta vez con perverso agrado. Pero lo que vio fue cómo él marchaba decidido, agachaba la cabeza y daba tres pasos para franquear el umbral. Cumplido el ritual, alzó la cabeza y se volvió risueño hacia él para despedirse. Ahora que el testigo se sabía el siguiente, pues nadie venía por detrás, le acometió una terrible desazón. No sabía qué razón esgrimir para nuevos presagios ni cómo lograr conjugar dos destinos tan dispares. Como testigo nada le cuadraba, pero lo único cierto es que ahora le llegaba inexorable su turno. Él quería ser libre, desde luego. Y se sabía indemne, al menos aparentemente. Mientras avanzaba hacia el yugo vacilante, empezó a pensar que de un modo u otro la libertad estaba donde siempre, al otro lado. Que fuera absoluta o relativa no era el mejor momento para discutirlo. Dio entonces decidido los tres pasos, completamente dispuesto a enfrentar, fuera cual fuera, su destino. Había llegado el momento de descubrirlo.
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