Un ciervo enamorado de un roble en Richmond Park, Londres Mark Rowe/Caters News, The Guardian, 2021 |
La luz se difumina tras el ocre y los grises. Los arbustos, los helechos, las hojas y la hierba, que se adivinan diluidos en esa completa gama de verdes, componen un fascinante telón de fondo. Delante están, cómo no, los actores protagonistas: el ciervo y el roble, como si estuvieran entregados el uno al otro. El árbol entrega su airosa rama y el animal se aúpa ansioso hasta alcanzarla. Eso es todo. No hay momentos irrepetibles, pero, si la repetición de éste tiene que llegar dentro de cien años, podemos darlo ahora por inolvidable y aprovecharlo. Y podemos, sobre todo, considerarnos afortunados de verlo como algo propio aún de nuestro tiempo, no como una de esas frías imágenes traídas desde el pasado. Al menos esa sensación de frialdad es la que siempre tengo cuando veo algunos documentales. Hay calor, pero también hay más. Por mucho que la estética, tan preciosista y equilibrada, lo adorne, aquí el escenario está en peligro, es un espacio cambiante y nadie, a decir verdad, sabe cómo concluirá este drama. Que el Parque Richmond es una reliquia, que aguanta como una isla en un entorno absolutamente urbanizado, no deja de ser preocupante. No sabemos cuánto durarán ahí los ciervos, ni tampoco los robles, rodeados y asediados todos ellos por la civilización circundante. ¿Hasta cuándo merecerá respeto ese coto? ¿hasta cuándo durará el privilegio regio? ¿hasta cuándo seguirá sin que asome por una esquina el interés urbano?
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